Los camiones avanzaban lento por las calles de Lovtrein, pues el viento aullaba y corrían el riesgo de que arrastrase consigo el sonido de los motores. Las luces estaban apagadas, y la luna llena iluminaba la ciudad, indicando con su posición de que se acercaban las dos de la madrugada.
Miguel cerró los ojos, recordando las palabras de Sofía Vergara cuando señaló el plan.
—Frente al aeropuerto hay una rotonda con una plazoleta en el centro, esta calle en horizontal que choca con la rotonda es la avenida Blanca. Y esta que nace debajo de la rotonda y baja en vertical es la calle Peretti, la principal. Llamémosle la central. Estas dos calles paralelas a sus lados se llamarán aledañas, la izquierda será la uno, la derecha la dos. Recuerden estos apodos a la hora de hablar por el transmisor.
»avanzaremos por la Central y las Aledañas, metiendo presión al enemigo hasta obligarlo a ir a la plazoleta, serán tres cuadras de combate. —Miguel recordó que alguien en aquel momento preguntó qué pasaría si alguien intentaba huir por los flancos—. Bien, de eso se encargarán dos pelotones de Halcones, un pelotón por flanco, que avanzarán por ambos lados metiendo presión, obligando al enemigo a permanecer en las aledañas, avanzando con el resto del equipo hasta que los Uddopekka hayan sido reunidos en el punto acordado.
»Seguro habrán notado este punto señalado sobre la avenida, a tres cuadras al oeste del aeropuerto. Según nos señala Ariel, son vehículos de escape. No se preocupen por ellos, un escuadrón esperará allí y emboscará a todo aquel que se acerque.
»En cuanto a Virgilio, Ariel se encargará de su rescate, así que encárguense de cumplir con su deber, háganlo despacito y bien.
Estudió aquel plan cada día, pero cuando la Noche hubo llegado sintió que lo había olvidado todo. Lo único que sabía era que debía tomar altura en algún edificio y debía volar latas sangrantes.
El destino rezó a favor de los Colibrís, arrastrando las nubes bajo el gigantesco faro y llenando las calles de tinieblas. A mil metros del aeropuerto, los camiones bajaron aún más la velocidad, y el despliegue comenzó.
Santiago permanecía apoyado en la ventana con su rifle en alto. Samanta no era distinta. Ambos, carcomidos por los nervios, lanzaron una mirada que atravesó la calle central, rezándose mutuamente.
Los murmullos en las calles se elevaron por los aires, asustadizos y austeros. Los Uddopekka se habían refugiado tras vehículos, columnas y edificios, rezando por que el sol saliera.
Los pasos de los Colibrís resonaban como tambores.
¡Bom! ¡Bom! ¡Bom!
Pero no se los veía por ninguna parte. Tan negros como la penumbra, los Colibrís se encarnaban con las sombras. El sudor cayó sobre la ceja de Santiago, para luego acariciarle las pestañas y hacerle cerrar los ojos. Cuando los abrió, solo el terror se apoderó de él. Las nubes habían abandonado el cielo, y aquellos demonios avanzaban con sus ojos rojos como la sangre. Vio escudos, armas pesadas, subfusiles y escopetas.
Los puntitos rojos se escondieron tras vehículos y árboles. Tal vez fue el mareo causado por la adrenalina, pero el chico sintió como si cada ojo dejase una estela carmesí en el aire cuando el demonio se movía.
A estela le temblaban las manos, apuntando fijamente a uno que se escondía tras el árbol de la central. Los hombres acostados sobre los techos apuntaban, igual de temerosos.
—Es un putísimo ejército —susurró una mujer en las barricadas de la primer aledaña, y el viento se encargó de que cada Colibrí oyera su temblorosa voz.
Y, en medio del conticinio, la voz de Bruno Tallarico se alzó.
—¡¡¡Soldados!!! ¡¡Prepárense para la...!!
Un petardazo sonó. El plomo penetró el aire hasta atravesar la tráquea de un Colibrí que tras un árbol guardaba refugio, cayendo de espaldas sobre el charco carmesí de su vida.
Otra vez, silencio.
—¡Escudos!
Cinco escudos por calle se alzaron al frente, soltando un feroz rugido por cada paso que daban. El voraz sonido golpeó el pecho de un Uddopekka en la central, volviéndolo presa del pánico y obligándolo a ponerse en pie, alzar su arma y disparar. La bala se estrelló contra un escudo, aplastándose para luego caer al suelo. Un segundo estallido sonó, el hombre cabeceó fuertemente hacia atrás y luego se dejó caer de espaldas al suelo, con un hueco atravesándole la cabeza de lado a lado.
—Jackpot —susurró Miguel, al techo de un negocio.
De un segundo a otro, el caos estalló. Los disparos iluminaron las calles, penetrando ferozmente contra los vehículos muertos, columnas de concreto y de madera viviente.
Miguel apuntó su rifle contra un pilote de ladrillos, observando al hombre que detrás suyo disparaba con una escopeta. La cara, empapada de pavor, se alumbraba con cada fogonazo del arma. Jaló el gatillo hacia atrás, sintiendo la patada contra el hombro. Cuando volvió a mirar, aquel se retorcía con una mano en el cuello y una charco guinda creciendo en el suelo.
Levantó el cerrojo, lo retrocedió y buscó otro objetivo, cuando vio a otro Colibrí caer presa del caliente aguijón de una bala. Se trataba de Samanta. Alzó nuevamente el arma y le disparó. El plomo se estrelló contra la pared a pocos centímetros del marco, y la chica se tiró al suelo para tomar refugió. Volvió a asomarse y, esta vez, no tuvo tanta suerte.
—Jackpot.
—¿Sam? —preguntó Santiago, cruzando la calle con su mirada. Vio su rifle caer por la ventana hasta estrellarse con el suelo de adoquines. Entonces lo supo—. ¡¡¡Samanta!!!
Sobre los edificios se encendieron candelas, y con una estela naranja volaron por los aires sobre los Colibrís.
—¡Molotov! —gritó alguien, y los escudos se alzaron, recibiendo las botellas contra su superficie.
El alcohol cayó sobre el suelo, quemando la piernas de un soldado hasta que la carne dejó de soportarle, haciéndole caer de rodillas y recibiendo el vengativo beso de plomo de Santiago, que golpeó el casco sobre la mollera, hundiéndolo y partiéndole el cráneo. Cayó sobre las llamas en un estado vegetativo. Rápidamente un médico acudió, arrastrándolo fuera del fuego, entonces el Uddopeka volvió a disparar.
Editado: 13.09.2023