Los Errabundos

La Noche Blanca (Parte II: Peones doblados)

Cuando los disparos comenzaron junto a los alaridos, Ariel y Virgilio se prepararon para salir. El italiano robó un machete del taller y lo sujetó con la zurda. Atravesaron la casa y se pararon tras la puerta que les dejaría salir a la calle. Posada a la vuelta de la segunda aledaña y a una cuadra de la avenida, Virgilio tendría un paso relativamente sencillo hasta su objetivo.

—Ariel, reúnete con el resto y ponte a salvo. Ni siquiera trajiste casco, puto inconsciente —dijo Virgilio.

—¿Tú estarás bien?

—Sí. Solo tengo algo que hacer.

Ambos salieron agachados. Virgilio se encaminó hasta la avenida, y Ariel volvió hacia el sur. Se acercó por la espalda a un tipo, le posó la bayoneta de su colt en su garganta y le hizo sentir el frío mordisco del acero. Luego, una mujer corrió en dirección al aeropuerto, presa del pánico y de la histeria. Le puso el pie, haciéndola caer de bruces y rematándola de un disparo en la cabeza. Se esforzó porque las lágrimas no nacieran, por tener un rostro pétreo, pero no pudo. La salmuera le acarició las mejillas de igual forma.

Virgilio corría por las calles, encontrándose a un pequeño grupo de tres que se escondían tras una camioneta. Ellos, al verlo, apuntaron sin dudar, mas la proximidad del colibrí era demasiada. El italiano, sin titubear, clavó de un tajo su machete al cuello del más cercano, usándolo como barrera humana con la cual aplacó a los otros dos enfilados, derribándolos. Uno de ellos, el más joven, se espantó al sentir como el cadáver de su compañero cayó encima suyo, gritando preso del pánico, sin siquiera poder apretar el gatillo de su escopeta. El colibrí disparó al pecho del tercero matándolo al instante mientras que, con el más joven, simplemente se relajó, sacando su machete del cadáver y quitándolo de encima, apretando con su pie la muñeca diestra del joven.

—¡¡Por favor!! —gritó el asustado uddopekka, con su brazo inutilizado— ¡Por favor, no lo hagas...! ¡¡No lo hagas!!

Virgilio lo observó a los ojos sin agachar ni un mínimo su cabeza, arrugando su nariz con desprecio.

—La culpa es de tu líder —dijo con gélida expresión.

Alzó su codo derecho apuntando el filo en dirección al joven, quien solamente gritó con horror cuando vio aproximarse el machete hasta clavarse en su estomago.

Quitó el machete y lo limpió con la camiseta de su víctima, para luego guardarlo entre el cinturón y el pantalón cual espada. Recogió la escopeta semiautomática, guardó los cartuchos en los morrales del chaleco y, tras colgarla en su espalda y empuñar la pistola, corrió en dirección al este, donde a una cuadra y media tenía asuntos pendientes.

Ariel corrió escondiéndose por callejones en la incómoda cuclilla, mas nadie podía prestarle atención con tantos destellos y disparos, pues los nervios penetraban en las almas de todo uddopekka evitando que siquiera se fijaran que el traidor corría entre ellos. De igual manera, Ariel debía esconderse para no sufrir víctima del fuego cruzado.

Cruzó callejones y calles sintiendo las balas rozar su cabeza por ambos lados hasta llegar a la línea central, donde se topó con el escuadrón de Freud, quienes estaban fusilando al pequeño grupo de personas. Al verlo, los cinco alzaron sus armas contra él, listos para volarle la cabeza hasta que distinguieron su chaleco.

Ariel —Dijo Freud—. Estás bien. Ve, retrocede por los callejones y reagrúpate con Tallarico.

Ariel se sorprendió por la nula importancia que el hombre le daba a los cadáveres junto a sus pies, mas no le importó, decidió ir a su lado que, por desgracia, lo llevó por los mismos callejones hasta donde estaba anteriormente.

Virgilio corrió hasta las grandes trincheras de la plazoleta, formadas por camionetas, basureros, maletas y vehículos del aeropuerto. Pocos habían allí, y los que estaban, no eran más que personas en posición fetal o sentadas entre lagrimas. Caminó por en medio de la avenida sin que nadie siquiera levantara la cabeza para observarlo. Ignoró a todos, hasta que, tras atravesar la plazoleta, detuvo su marcha.

—¡¡Al aeropuerto, vamos al aeropuerto!! —gritó.

Tres de los presentes, entre horridos gritos de pavor, se levantaron y corrieron hasta el edificio donde rápidamente fueron recibidos por fugaces y silenciosos destellos, cayendo pesadamente al suelo sobre un charco de su propia sangre.

—Idiotas... —suspiró el italiano, retomando su marcha.

En las calles, todos los uddopekkas retrocedieron hasta una cuadra, presionados por los Colibrís quienes lanzaban granadas cegadoras y lacrimógenas. Santiago, quien solo se había quedado en ese edificio de esquina, observó como los de Luvlais avanzaban por aquella calle, pisando cadáveres sin importancia. La rabia hervía en su interior a observarlos posicionarse y disparar, cubrirse con las paredes y columnas casi destruidas por las pesadas balas. En su mano poseía una granada de mano y, antes de siquiera sacarle la anilla, observó por última vez aquella ventana llena de sangre en el edificio de enfrente.

Al bajar la mirada, observó a Miguel pateando la puerta de aquel edificio. Tres metros había desde la vereda hasta aquella puerta y a los lados habían dos columnas. El joven no podía abrirla pues cerrada por dentro se hallaba; Santiago no dejaría que aquel avance con el resto. Los otros francotiradores se hallaban invisibles a su posición y, por desgracia, Miguel era el único que podía ver.

Todos eran iguales, todos eran demonios negros de ojos rojos y, para Santiago, Miguel era el demonio de rifle que arrebató la vida de su amiga.

Cancelando el lanzamiento, el uddopekka alzó su rifle dispuesto a disparar la espalda de Miguel. Sobre un tercer piso debía ser fácil matarlo, después de todo. Mas el destino es caprichoso, y al tardarse más de la cuenta dio tiempo a que Miguel divisara un reflejo que temblaba en el vidrio de la puerta, un destello de luna provocado por la mira del uddopekka. Solo tres segundos fueron, pero bastó para que el joven de lentes lograra lanzarse tras una columna eludiendo de puro milagro el disparo. Observó la ventana, viendo el cañón del rifle asomarse. Dos disparos más se suscitaron golpeando el borde de la estructura y rozando la pierna y cabeza de Miguel. El colibrí tomó una granada cegadora de su cinturón, una más cilíndrica incluso que las anteriores, pues era solamente de luz, algo que los cristales de la máscara sabrían compensar instantáneamente pues se oscurecían en presencia de una gran cantidad de claridad. Quitó el seguro, esperó cuatro de los cinco segundos que tarda en estallar, sintiendo otros dos disparos contra la columna y, luego, la soltó justo al lado suyo. Sin dar tiempo a reaccionar, la granada estalló y la luz penetró fuerte la mira de Santiago, cegándolo de tal forma que su ojo derecho parecía estar en llamas y, por algún motivo, el izquierdo parecía compartir su ceguera.



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En el texto hay: zombies, accion, gore

Editado: 13.09.2023

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