Los Errabundos

La Noche Blanca (Parte III: Desesperación)

Poco a poco los hombres de Luvlais comenzaban a ganarse terreno. Los gritos por parte de los uddopekka no cesaban, el terror era palpable. Algunos, ya resignados, se arrodillaban y dejaban que una bala les volase la cabeza. Los más valientes se metían el arma en la boca y dejaban que el plomo les volase los sesos.

En la segunda aledaña los Uddopekka ya no tenían balas, mas seguían peleando a pesar de su temor, a pesar de su miedo. Algunos se lanzaron inútilmente a pelear con cuchillo en mano, recibiendo tantos disparos que trozos de órganos volaron por los aires. Otros, sin embargo, lanzaban botellas, piedras o sus propias armas en contra de los Colibrís. Todos gritaban a lágrima viva que se largasen. Lo ordenaban, suplicaban y hasta pedían por favor mientras lanzaban piedras.

Los Uddopekka retrocedían temblorosos, estirando sus piernas a cada paso por puro instinto, arrastrando cadáveres de compañeros o a ellos mismos. Algunos intentaban reanimar a sus compañeros presionándoles el pecho, ignorando sus heridas en los estómagos o, directamente, su cabeza reventada de un escopetazo, pues tanta fue su desesperación por ver morir a amigos, familiares y compañeros que cegados estaban, rechazando la idea de perder algo más.

Mucho mentiría si dijese que los Colibrís no actuaron iguales. Alfonso se estaba cansando de apenas poder salvar a tres personas mientras que, al resto, simplemente debía anestesiarlos con morfina para que por lo menos pudiesen morir en paz. Amigos, conocidos desde el entrenamiento, de las guardias en la muralla e incluso otros médicos de guerra era los que veía morir. Aproximadamente veinte eran los colibrís caídos en batalla... cuatro fueron los que se quitaron la vida al contemplar los horrores de la guerra.

Los Colibrís de la vanguardia eran los que menos veían la matanza, mas caminaban por encima de aquellos ladrillos que parecían flotar en un mar de sangre y oír, cuando los disparos cesaban para dar pie al reposicionamiento y recarga, cómo el viento atraía los gritos lejanos de horror.

Lo que antes, por parte de los colibrís, eran gritos tales como «Hay una escopeta a las doce treinta» ahora no eran más que «¡maten al hijo de puta del basurero!».

Detrás de Mercedes, una de las tantas demonios de ojos rojos de las últimas filas, unas manos podridas se alzaron y la tomaron de los hombros. Pronto sintió un punzante desgarro en su nuca seguido de su inconfundible grito de dolor. No era mucho, pero un pequeño trozo de carne fue arrancado. Arrancado por unos pútridos dientes de un gul.

Oh, tal vez el karma o el cruel destino; una gran horda se asomaba por las calles, acercándose lentos por las espaldas de los Colibrís.

—¡¡Zombis!! —gritó uno de los tantos de vanguardia mientras abría fuego contra ellos.

—¡Deténganlos, dispárenles! —gritó Tallarico en orden a las filas traseras.

Un francotirador por cada calle se posicionó sobre cierta altura para cubrir a los traumatizados militares, volando la cabeza a algún ebrio caníbal que osara posar sus manos sobre uno de sus compañeros. Eran lentos, torpes y, a esta hora, casi ciegos... pero en masa eran una amenaza enorme. Mucho ignoraban que el sonido no viaja en una sola dirección y que aquellos seres no eran tan educados como para venir solo por las calles. No. También salieron por los callejones laterales. Las calles este y oeste debían lidiar no solo con los pájaros carpinteros, sino también con los testarudos no muertos.

Apenas tres uddopekkas eran los que se hallaban en los techos sobre la calle este. Una botella de whisky barato, una petaca de vidrio y una grande de vodka eran lo que poseían. Sus rostros estaban sudados y con tierra pegada en ellos. Sus parpados se negaban a juntarse pues, aunque sonase imposible, cada vez que parpadeaban revivían en su mente todas y cada una de las muertes presenciadas. Cada uno tomó un trago de cada botella, rompieron un trozo de sus camisetas y armaron unas molotovs. No hubo palabras, simplemente sacaron sus encendedores y prendieron los paños. Caminaron hasta el borde y lanzaron los cocteles en contra de los que distraídos con los gules estaban. Oyeron otra vez sus gritos al abrasarse. Retrocedieron y se sentaron en medio del techo de aquel edificio conformando una suerte de triada. Sacaron sus pistolas y se miraron por última vez. El frio cañón se juntó con sus sienes y, finalmente, jalaron el gatillo volándose la cabeza.

El escuadrón de Freud se había visto atrapado en un rincón por los zombis. Ariel había gastado todas las balas del subfusil intentando librarse de ellos y el de cristales verdes también iba por el mismo camino. Retrocedieron hasta chocar sus espaldas contra una persiana de un negocio.

Chico —Dijo Freud—, entra, sube hasta el techo y salta a la escalera de incendios del edificio de al lado. Tienes que volver con el resto.

Freud levantó la persiana y Ariel simplemente obedeció entrando. Apenas siquiera tuvo tiempo de preocuparse por la vida del escuadrón.

—¿Por qué no vamos con él? —preguntó uno de los cinco.

Debemos reagruparnos por tierra. Vamos a la calle central.

Ariel subió al techo del negocio, viendo a los cinco correr por un callejón. En el edificio de al lado observó aquella escalera de incendios, cuyo balcón sería fácil de alcanzar. Retrocedió varios pasos y, tras correr, saltó. Su estomago se chocó con la barandilla de metal y sus pies se resbalaron de tal forma que quedaron suspendidos en el aire. Sostuvo su peso con sus brazos intentando no caer sobre los caníbales para luego alzar sus pies y lograr subirse. Una vez en el techo de aquel edificio de cuatro pisos, no pudo evitar voltear la cabeza en todas las direcciones observando columnas de humo y oyendo a mejor manera los horridos gritos. Sus cejas se arquearon hacia arriba y sus comisuras hacia abajo. Sus ojos comenzaron a arder de tal forma que, inevitablemente, las lagrimas cayeron. Secó la salmuera de su rostro y con un fuerte suspiro se dispuso a buscar un mejor lugar para poder bajar.



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En el texto hay: zombies, accion, gore

Editado: 13.09.2023

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