Poco a poco los zombis caían por manos de los Colibrís, mientras que los Uddopekka eran obligados a retroceder por aquellas granadas cegadoras y de gas lacrimógeno. De igual manera, los zombis parecían jamás terminarse mientras que las balas cada vez comenzaban a escasear. Alfonso, quien tuvo que rotar a la segunda aledaña, se vio obligado a arrastrar a heridos, poniéndoles un torniquete para luego apuntar sus miembros mordidos con su cuchillo de sumo filo. Tras cortar una pierna de un joven de no más de veinte años, tuvo que correr nuevamente a disparar contra los muertos.
—¡Dale que podemos! —exclamó Eduardo desde la distancia, reconociendo a su hermano por aquella mochila en su espalda.
—¡Pensé que estabas en la calle central! —dijo Alfonso— ¡Qué pija que estés acá!
—¡Nah, ahí están los giles, por eso te mandaron a esa calle! —rió mientras recargaba.
Mientras los delanteros se encargaban de repeler uddopekkas con granadas, el resto lidiaba con los zombis. Después de todo, el plan era llevarlos a la plazoleta. Nadie sabía para qué, solo sabían que debían hacerlo. Y, con cien metros faltando para lograrlo, cada vez se veían más esperanzados, pues sabían que acorralándolos lograrán ganar al no tener ellos más alternativa que rendirse.
Miguel yacía sentado sobre un árbol, asesinando a aquellos que se atreviesen a disparar en contra de sus compañeros. «Lo siento... lo siento» se susurraba a sí mismo por cada cabeza volada. El jackpot dejó de salir de su boca. No podía contar cuántas muertes causó su arma, pero sí recordaba cada rostro... y eran muchos.
Freud llegó a la calle central quitándole el supresor a su arma, disparando a dos uddopekkas y al resto asustándolos para que corrieran hacia la plazoleta. Ya estaba cansado, habían pasado quién sabe cuántas horas, se dispararon incontables balas... y aún así seguía la batalla. Se preguntó cuántos habrán sobrevivido el sálvesequienpueda.
Tallarico sintió una mano en su hombro. Al voltear divisó a Ariel quien portaba en su rostro unas enormes ojeras y una cara cuyos músculos caían presos del agotamiento. Le dio un par de palmadas en el hombro, como si lo felicitara.
—Descansa, chico —dijo Bruno—. Bueno, si es que puedes en todo este caos...
—¿Virgilio no ha vuelto? —preguntó entre abrasadores jadeos.
—No... y ya me estoy preocupando...
El italiano llegó finalmente a la escuela, observando en frente de su puerta un viejo auto sin ruedas en el que, sobre su capó, divisó a Ramón apoyado sosteniendo su pistola en brazos sobre sus piernas. No quitaba su triste mirar del arma.
—Espero que estés feliz, Virgilio —dijo Ramón—. Tú... y todos tus hombres... masacrando a inocentes. Dime, ¿cómo dormirás a partir de ahora? ¿o acaso no lo harás?
—Tú te lo buscaste.
—Cometí un error, sí, pero eso no significa que debas hacer un genocidio. Solo escucha —levantó su dedo.
Ambos guardaron silencio durante uno segundos, oyendo a lo lejos gritos de terror y dolor.
—Esas personas que escuchas... son inocentes. Todo esto es culpa mía, Virgilio, no suya. ¿Cuántos de los tuyos morirán hoy para cumplir tu deseo egoísta? ¿Cuántos de los míos morirán defendiéndose, sufriendo por mi error? Pero supongo que a esto se reduce todo, ¿no, pedazo de mierda? Mientras no haya quien recuerde, tampoco habrá quien odie.
—La historia la escriben los ganadores, Ramón, y los perdedores siempre se victimizan. No te victimices, tú fuiste quien atacó primero. Tú hiciste la primera sangre.
—Oh, ataqué primero, sí, y no me victimizo. Victimizo a mis hombres y mujeres que están ahí peleando, muriendo por tus soldados. Pobres... me pregunto cuántos volverán... y cuántos se volarán la cabeza por lo que vieron.
—¿Crees que soy tan idiota como para no darme cuenta de que me estás distrayendo?
Virgilio volteó su cabeza, divisando a ambos policías detrás suyo, apuntándole con su escopeta. Sin nada más que hacer, pues era inútil, tiró su arma al piso.
—Así que te queda algo de decencia —dijo Ramón mientras uno de los policías colocó su cañón en la nuca de Virgilio.
Con Ramón a sus doce a diez metros, uno a sus seis con la escopeta apuntando a su nuca y el último nueve, a tres metros, Virgilio simplemente levantó sus manos. No tenía miedo, no tenía ira. Ningún sentimiento se transmitía por su serio rostro.
—¿Algunas últimas palabras, Virgilio? —preguntó Ramón.
—Sí: te dije que no se jode con los Colibrís.
—¡¡Mierda!! —gritó aquel de las nueve levantando su escopeta, recibiendo rápidamente un disparo en su cabeza.
Los demás también apuntaron, asustados contra aquellos militares que llegaron del oeste. Ramón recibió un disparo en la pierna, cayendo fuertemente contra el suelo, mientras que su compañero tuvo el mismo destino que el primero.
—Asumo que este es el tal Ramón —dijo Morales—, no va vestido como el resto.
—Sí, es Ramón —Virgilio tomó su pistola.
Caminó hasta el adolorido líder y se acuclillo en frente suyo, levantándole la cabeza desde los cabellos.
—Por Luvlais.
Posó el cañón de su pistola en su frente, observándolo fijamente. Un petardazo sonó e incontables gotas de sangre volaron por el aire.
—Se suponía que deberían esperarme aquí —dijo Virgilio.
—Así era, pero nos encontramos a algunos en el camino. Y los zombis llegaron a Lovtrein, así que tuvimos que pelear contra ellos también —contestó Fernández.
—Da igual —Virgilio sacó su machete—, habría usado esto de todos modos.
Con su machete en su mano izquierda y un cuchillo de policía en su derecha, se encaminó directo al edificio.
—Vamos —dijo Ramón.
—Voy solo —señaló el italiano—. Si no me atacaron con más, es porque no hay más. Después de todo, soy el pez gordo.
Se adentró a la escuela. Era oscura pues pocas luces yacían encendidas. Caminaba lento y pesado, mordiendo la piel interna de sus mejillas y respirando cual toro enfurecido. Sus manos temblaban y tensaban de tal forma que parecía que se le iba a escapar un disparo contra el suelo.
Editado: 13.09.2023