Escabulléndose por callejones, Virgilio y el escuadrón logró reunirse con Tallarico, quien ya tenía a cincuenta metros de la plazoleta a los Uddopekka. Fernández rápidamente se dirigió hacia los camiones –que cerca se encontraban ahora que ganaron mucho territorio– para poder atender a María.
—¡Al fin llegas, hijo! ¡Me asustaste! —señaló el general.
—¿Qué mierda te pasó? —preguntó Ariel— ¡¿Qué hiciste?!
—Lo que se debe, Ariel —dijo Virgilio—. Bruno, reúne a todos, prepáralo. Todo debe terminar ahora.
—¿Preparar qué? —cuestionó el joven de cabello largo— Virgilio, ¿preparar qué? —luego entendió—. No...
—Ariel —posó su mano en los hombros de su compañero—, hazte un favor y metete en un camión.
—¡Atención a todas las unidades —Tallarico habló a la radio—, deben reunir a todos en la plazoleta y luego reagruparse a cien metros de distancia de ella!
—Virgilio... —el rostro de Ariel comenzó a palidecer—, no lo harás... ¿cierto?
Él no respondió.
Miguel, Freud y Benjamín se sentaron a esperar. A esta altura, ya no había nada que pudieran hacer. Los zombis cada vez menos amenaza representaban, los Uddopekka retrocedían hasta llegar a la plazoleta.
—Estoy harto de escuchar disparos —Miguel se quitó el casco y la máscara.
—Al menos volverás a casa con Daiya —señaló Freud.
—Dios... ¿qué hicimos...? —suspiró Benjamín.
Los rizos de Miguel se pegaban a su rostro por el sudor. Observaba sus manos temblar, sintiéndolas totalmente pesadas y, por alguna razón, frías. Se preguntaba qué haría después de esa noche, con qué cara miraría a su sobrina. Con qué cara lo miraría ella.
Ariel llegó junto a los camiones donde descansaban algunos, y se sentó junto a un neumático, sacándose el chaleco y secándose el sudor con su camiseta. Intentó relajarse, calmarse en sus propios pensamientos... hasta oyó el llanto de un bebé.
—No... —se dijo a sí mismo.
Se levantó casi de un salto y con imprecisos pasos corrió en dirección al sonido, hasta encontrarse a Fernández con la pequeña María en brazos. Supo lo que eso significaba. Sus piernas querían traicionarle y dejar que se cayera al suelo, mas él se resistió. El soldado lo observó confuso mientras Ariel lo divisaba con una gran ira en sus ojos.
—¡¿Por qué lo hiciste?! —rápidamente Ariel sacó su pistola, apuntando al soldado— ¡¿Por qué lo mataste?!
—¡¡Oye, oye, oye!! ¡Tengo una bebé en brazos, estúpido! —quejó Fernández.
—¿Por qué la mataste...? ¡¡¿Por qué mataste a Estela?!!
Miguel y Freud se acercaron, atraídos por el ruido.
—¡Te voy a matar, hijo de puta...! —amenazó Ariel.
—¡Oye, tranquilo! —Miguel se paró en medio de ambos—. ¿Qué sucede?
—¡¡Este hijo de puta mató a la madre de esta niña...!! ¡¡¡Es una recién nacida, carajo, no vivirá una semana sin su madre!!! —señaló Ariel.
Fernández rápidamente entregó la niña a Freud y empujó a Miguel hacia un lado.
—¡Tenía órdenes, puto de mierda! —replicó el soldado.
—No hacía falta matar a esa mujer... ¡¡¡Eres un puto asesino!!! —las lagrimas brotaron de los rabiosos ojos de Ariel.
—¡Tranquilízate, hijo! —Tallarico redujo a Ariel, sosteniéndolo fuertemente, doblando sus brazos de tal forma que apenas pudiese moverse.
—¡¡Tú mataste a todos estos al infiltrarte, así que eres tan asesino como yo!! —acotó Fernández mientras se acercaba a paso pesado, arrugando su nariz en señal de ira—. Si yo soy un asesino, ¿entonces qué mierda eres tú? No olvides que esta noche fue posible gracias a tu información.
—¡¡Vete a la mierda!! —lo empujó Miguel—. ¡Él solo hizo lo que se le ordenó, igual que todos!
Los ojos de Ariel se abrieron por la sorpresa.
—¿Vas a saltar a su favor? Dime, ¡¿quién apuntó a quién con un arma?! —Fernández empujó al joven de lentes.
—¡Déjalo en paz, imbécil de mierda, nadie está aquí por gusto! ¡Y si Ariel tuvo que hacer eso es porque no tenía más opciones! ¡¿Cómo te sentirías tú si tuvieras que traicionar una ciudad entera?! —Miguel lo tomó del chaleco, dispuesto a golpearlo.
—No lo sé... —miró fijamente a Ariel, con los ojos como dos hielos celestes—, ¿qué se siente ayudar a provocar la muerte de esa mujer?
—¡¡¡Hijo de puta!!! —Ariel se agitó ferozmente, intentando liberarse.
—¡¡Vete a la mierda!! —Miguel dio un fuerte puñetazo en el rostro a Fernández, haciéndolo retroceder tres pasos—. ¡¿Crees que se siente bien estar aquí?!
—¡Cuatro ojos de mierda!
Fernández arremetió con otro puñetazo en la mejilla a Miguel, tirándolo al suelo. El joven no podía ni siquiera levantarse por el aturdimiento, escupiendo un ensangrentado primer molar al suelo.
—¡¡Fernández, quédate quieto, carajo!! ¡¡Eres un puto Halcón, compórtate como tal!! —gritó Bruno Tallarico.
—¡Él golpeó primero!
—¡Y te mereces más, te mereces un puto tiro en la nuca! ¡Todos aquí nos merecemos eso y aún así aquí estamos, así que cierra el culo y metete a un camión! —Tallarico soltó a Ariel—. Esto no fue tu culpa, hijo —le dio un golpecillo en la espalda—, solo seguías ordenes. Descansa.
Fernández simplemente miró furioso a Tallarico para luego retirarse en silencio. Freud se sentó en el camión, intentando calmar a la niña y Ariel se acercó a Miguel, para intentar ayudarlo.
—¿Estás bien? —tomó a Miguel del brazo.
—Sí.. —respondió Miguel—. esa muela estaba un poco picada, de todas formas.
Logró posar a Miguel de pie, para luego ayudarlo a sentarse en el camión.
—Perdón, te golpearon por mi culpa —suspiró.
—No te preocupes. Todos estamos algo alterados —Miguel escupió un poco de sangre al suelo—. ¿Tú estás bien?
—Digamos que sí. Estoy en una pieza, después de todo —observó a los amputados en el suelo—. Como mínimo espero que nos den algún descanso después de esta mierda.
—Sí... —suspiró Miguel.
Editado: 13.09.2023