Todos dejaron sus armas, chalecos y cascos en la comisaría. Ni siquiera se tomaron el tiempo de dejarlo sobre una mesa, pues la mayoría simplemente los dejaron caer al suelo para marchar directos a su habitación. Arrastraban sus pies de manera pesada y agotada, la gran mayoría no quería ni siquiera dormir y, algunos, iban decididos a ahorcarse.
Ariel, Miguel, Freud, Benjamín, Riza, Alfonso y Eduardo subieron a sus apartamentos.
—Hasta dentro de unas horas, Miguel —Ariel golpeó suavemente la espalda del joven.
—Chau, Ariel —Dijo Miguel. Luego le dio un rápido beso en la mejilla, seco y áspero—. Descansa, Freud.
—Descansa, chico. Si necesitas hablar, llámame —contestó Freud—. Tú también, Benja.
—Sí —dijo Benjamín.
Ariel entró, cerró su puerta con llave y comenzó a caminar hacia la ducha dejando un camino de ropas detrás suyo.
Miguel entró a su departamento, al oír la puerta, Daiya salió corriendo hacia el living, donde se lanzó a los brazos de su tío.
—¡¡Tío!! —exclamó la niña.
—Hola, mi amor —Miguel se arrodilló para abrazarla—. Te prometí que volvería.
La niña tenía grandes ojeras en sus ojos. Miguel no la soltaba, en cambio, comenzó a llorar. Apoyó su rostro en el hombro de la niña, dejando que las lagrimas brotasen de sus ojos mientras su cuerpo temblaba de manera inhumana.
Freud se sacó su pasamontañas y llenó sus pulmones de aire.
—La puta madre... —Suspiró.
Benjamín, sin siquiera lavarse la cara, se dejó caer directo a su sillón.
Riza se sentó en su cama observando el piso por varios minutos hasta que, finalmente, llevó sus manos hasta su rostro para dejar quebrar su llanto.
Alfonso y Eduardo se abrazaron mientras lloraban a lagrima viva.
Virgilio entró en su estudio, cubierto de la sangre que ya se había denegrido, amenazando con costrarse. Se sentó en su sillón frente a su escritorio y se sirvió whisky hasta casi rebalsar el vaso. Sostuvo el cristal, observando su reflejo en la bebida con cierto aire de victoria en su rostro. Una victoria que no le enorgullecía, pero una victoria al fin y al cabo. Luego alzó su vaso, como si brindara.
«Por ti, hermano» pensó. Lo bebió de un solo trago para luego dejar roncar su garganta.
—Edward tenía razón —suspiró—, es el mejor puto whisky.
Apoyó el vaso con fuerza sobre el escritorio para luego levantarse, acercándose a su tocadiscos con gran calma, ignorando las marcas de sangre dejadas en su sillón. Se agachó con sumo esfuerzo y de debajo sacó un disco de vinilo de Aerosmith, Get a grip. La colocó en el aparato y movió la aguja hasta seleccionar el onceavo tema, Crazy. Luego encendió el aparato y comenzó a reproducir el tema.
Come here baby
La armónica comenzó a acariciar su oído, sus músculos comenzaban a relajarse a medida que avanzaba la música. Cerró sus ojos y comenzó a mover sus labios suavemente como si la cantara.
Un ataque de tos le invadió, por lo que llevó su mano hacia su boca y, al verla, contempló sangre fresca. Sangre suya que había escupido.
Lentamente comenzó a llevar sus dedos hacia sus costillas, sintiendo el enorme dolor. Un punzante dolor.
Levantó el volumen de su tocadiscos antes de que llegase al estribillo, tambaleándose.
Sus ojos se alzaron, tiñéndose de blanco mientras la respiración se detenía. Finalmente, las piernas dejaron de soportarle, y el suelo se alzó para abofetearlo.
I go crazy, crazy baby, I go crazy.
You turn it on
Then you're gone
Yeah, you drive me crazy
Crazy, crazy for you baby
What can I do, honey?
I feel like the color blue
Fin de la parte I
Editado: 13.09.2023