Los Escritos De Blake

11 Un infiltrado en la Aldea

 

 

         Del otro lado de la neblina, en Máreda, el plan también se llevaba adelante. A Remus le tomó alrededor de una semana llegar a Esgolia. Los caballos realizaron todo el recorrido a galope tendido y ningún tipo de terreno fue un impedimento para aminorar la marcha. El escolta acompañó al Rey hasta los lindes del bosque Madinor, y una vez allí, el sujeto regresó con ambos animales a Heluxur. Luego de tantos años de enviar infiltrados, y recorrer la región en secreto, el reino conocía un camino seguro donde no había posibilidades de toparse con mercaderes, exploradores o incluso bravíos.

El Rey llegó al poblado hacia el atardecer y comenzó a caminar por las callecitas desnudas. A Remus no le tomó mucho tiempo encontrar el mercado. Allí divisó algunos individuos que realizaban las últimas compras del día, y también otros que despejaban los tablones para retornar a sus hogares. Con algunas monedas que le habían proporcionado los jóvenes, el Rey recorrió algunos puestos y compró una hogaza de pan. Remus devoró enseguida el alimento, pero el Aldeano que atendía el puesto no lograba quitarle sus ojos de encima.

 

— ¿Es usted un nuevo mercader? ¿De qué sitio proviene? —preguntó el hombre.

—No, resido aquí mismo —contestó Remus con naturalidad. Las vestiduras del hombre no lo hacían parecer un extranjero, pero había algo extraño en él que no se camuflaba ni siquiera con el más acertado de los cuidados. El Rey llevaba un bolso en su espalda, que no era capaz de guardar las pertenencias de un largo viaje, por lo que nadie podía suponer que era realmente un viajero.

—No recuerdo haberlo visto por aquí, su apariencia se me hace desconocida... de todos modos, mi memoria suele fallar con frecuencia. ¿De qué familia proviene usted? —preguntó el extraño pensativo.

—Ohh, descuide, entre tantos parientes estoy acostumbrado a que me llamen por otro nombre, o incluso se olviden de mí. Pertenezco a los Duskblur, somos una multitud —repuso el Rey con una sonrisa de suficiencia. Remus no tenía ni un solo pelo de tonto, y sabía que si usaba el apellido paterno de Blake su historia sonaría poco creíble, dado que Camil no tenía hermanos y Zuler era un Helus que llegó completamente solo. Sin embargo, mientras que los Hermanssen eran un grupo reducido, la familia de Tamara era numerosa.

—Ya veo, ahora todo encaja. Los jóvenes crecen tan rápido que si los pierdes de vista una sola semana, a la siguiente ya los desconoces por completo. Disculpa, querido… —contestó el hombre volviéndose amable. Remus sonrió y luego se retiró.

 

Con algo de alimento en su estómago, Remus estaba listo para buscar la casa de los Hermanssen. Blake había dibujado un mapa detallado de la Aldea sobre un pergamino y le había comentado al Rey muchas cuestiones importantes sobre el funcionamiento de la misma. La caminata le llevó varios minutos. Todo era muy tranquilo. Los Aldeanos se saludaban unos con otros al pasar y algunos, incluso, se detenían a conversar. Las cabañas se veían pintorescas, y cada jardín había sido arreglado con esmero. A pesar de no conocerlo, mucha gente le levantó la mano como forma de saludo, y Remus devolvió el gesto.

Blake le había comentado que la gente era simpática, y sin importar la cantidad de veces que se veían durante el día, siempre se saludaban al llegar y al retirarse. A Remus le pareció acertado aquel dato, ya que creía que entrar rápidamente en confianza era una característica que compartían todos los pueblos pequeños, independientemente la magia o la raza.

         El Rey tardó alrededor de una hora en llegar hasta la casa de los Hermanssen, dado que primero se entretuvo paseando y observando. La vivienda se veía acogedora por fuera y familiar por dentro. Remus se acercó hasta la puerta de la entrada y golpeó algunas veces. Camil abrió sin siquiera preguntar. Dado el horario pensó que podía tratarse de Anna, la abuela de Pol, que solía acudir a la familia vecina en busca de ayuda… pero aquella visita lo tomó por sorpresa.

 

— ¡Buenas noches! ¿En qué puedo ayudarlo? —dijo Camil con desconfianza.

—Disculpe la hora, en primer lugar… pero me encuentro demasiado adolorido como para continuar. ¿Me preguntaba si usted me daría cobijo por algunas noches, hasta que cesen un poco mis molestias? —preguntó el hombre.

—Tenemos un granero, está limpio, sólo lo utilizamos para guardar las herramientas de trabajo. ¿Le sirve? —preguntó Camil, privándose de realizarle demasiadas preguntas al sujeto debido a su delicada situación.




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