El viento aullaba en la oscuridad de Hollow Creek, una melodía lúgubre que rasgaba el silencio como las uñas de un espíritu furioso, rasgando las paredes del alma. Aiden, sentado frente a un espejo cubierto de polvo, sentía el peso de los días y las noches transcurridos desde que Caleb había sido tragado por el reflejo maldito. La luna, pálida y solitaria, colgaba como un ojo sin párpado sobre el horizonte, testigo de su desesperación.
Cada respiro de Aiden era denso, como si el aire en sus pulmones fuera de plomo. Miraba su reflejo, pero no se veía a sí mismo. En cambio, veía sombras danzando, como espectros burlones, insinuando la presencia de su gemelo perdido. Cada vez que parpadeaba, esperaba ver el rostro de Caleb en su lugar, con los ojos vacíos y la piel estirada como un lienzo roto. Sentía la piel erizada en la nuca, como si dedos invisibles rozaran su carne.
Aquel espejo, aquel maldito espejo, ya no era solo un objeto. Era una ventana. No, peor aún… era una puerta, entreabierta, que exhalaba una neblina fría, densa, como el aliento de la muerte misma. Pero lo que más lo perturbaba era el sonido: un susurro constante que vibraba en el aire, una especie de jadeo ahogado que llenaba la habitación, como si el espejo, ahora vivo, inhalara la angustia de Aiden con cada segundo que pasaba.
Y entonces, lo escuchó.
"Es... tu turno."
La voz no era la de Caleb, no exactamente. Era más profunda, cargada de ecos. Era como si mil versiones distorsionadas de su hermano hablaran al unísono desde detrás del cristal, desde el otro lado. Aiden se levantó, tambaleándose, mientras una fuerza invisible le comprimía el pecho, arrancándole el aliento. El miedo se enredaba en sus venas como hiedra venenosa, succionando su fuerza.
Los dedos de Aiden temblaron cuando acarició el borde del espejo, donde pequeñas grietas se deslizaban como serpientes venenosas a lo largo de la superficie. "¿Qué quieres de mí?" murmuró, su voz apenas un soplo, como un lamento perdido en el viento. Las palabras rebotaban contra el cristal, mudas. Pero las grietas se expandieron, como si el vidrio, al romperse, revelara un mundo más allá de la realidad.
De repente, sintió algo húmedo y pegajoso en sus dedos. Apartó la mano con un sobresalto, pero lo que vio lo dejó helado: una gota de sangre resbalaba por el borde del espejo, lenta, viscosa, como si el cristal sangrara por la herida que había dejado la desaparición de Caleb. Y entonces comprendió. Caleb no solo estaba atrapado; estaba sufriendo.
La culpa lo envolvió como una mortaja. Siempre había seguido a Caleb, siempre había sido la sombra detrás de la luz, el eco de la risa temeraria de su gemelo. Pero ahora, ese lazo que los unía desde el nacimiento era una cadena. Una cadena invisible que lo arrastraba, inexorablemente, hacia el mismo destino.
Esa noche, mientras las sombras del pasado se retorcían a su alrededor, Aiden decidió que no podía seguir viviendo en la frontera del miedo. El reflejo de su hermano se hacía más nítido con cada segundo que pasaba. En cada espejo de la casa, en cada superficie de cristal, Caleb lo miraba con ojos que no eran del todo humanos. Ojos vacíos, pozos oscuros que tragaban la luz y no devolvían nada.
El sonido de los espejos era cada vez más fuerte. Podía escucharlos crujir, como si el cristal se estirara, como si algo, al otro lado, quisiera romper la barrera entre los dos mundos. Los ecos, el crujido de las grietas, eran como los latidos de un corazón enfermo, un corazón que palpitaba al unísono con el suyo.
Aiden se arrojó en la cama esa noche, pero el sueño lo eludió, reemplazado por visiones. Los sueños eran oscuros, llenos de espejos rotos, de manos que se extendían desde las sombras para agarrarlo. Soñaba con el ático, con el espejo envuelto en aquella sábana blanca, como un cadáver oculto antes de ser enterrado.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su habitación.
Estaba en el ático.
El aire era denso, cargado con el aroma a humedad y polvo de siglos. La sábana blanca cubría el espejo, pero se movía, arrastrada por una brisa inexistente, como si algo bajo ella respirara, vivo. El sudor frío se deslizó por la columna de Aiden cuando, con un nudo en la garganta, caminó hacia el espejo una vez más.
Alzó la mano, pero esta vez no tocó el cristal. Se detuvo frente al reflejo y allí, al otro lado, estaba Caleb, con los ojos llenos de una furia que parecía devorar su humanidad. No era su hermano el que lo miraba. Era algo más. Algo que se había apoderado de su cuerpo.
"Déjame salir", dijo Caleb, su voz resonando como el eco de un trueno lejano.
Aiden dio un paso atrás, temblando. La fría realidad lo golpeó con fuerza: no era Caleb quien quería volver. Era la maldición. Caleb era solo un medio, una llave que había abierto la puerta entre los dos mundos. Y ahora, el precio debía ser pagado.
El espejo crujió una vez más, pero esta vez, las grietas se extendieron como raíces oscuras, entrelazándose, buscando, hasta que el vidrio finalmente explotó en una lluvia de fragmentos, que flotaron en el aire como luciérnagas malditas, reflejando el miedo en los ojos de Aiden.
Cada fragmento mostraba algo diferente: en uno, Aiden veía a Caleb atrapado, golpeando las paredes de un mundo de sombras. En otro, veía a sí mismo, pero más viejo, pálido y vacío, caminando por un pueblo desolado. Y en el último, vio lo que venía: una figura oscura, amorfa, que emergía del espejo roto.
El aliento se le cortó. Sabía lo que estaba por suceder. La puerta estaba abierta, y el otro lado ya no era solo un reflejo.
Era real.