El ático respiraba con un silencio pesado, opresivo, cargado de secretos antiguos que parecían susurrar en cada rincón. Aiden se encontraba de pie, inmóvil, frente al espejo roto que lo había devorado todo: sus esperanzas, sus noches tranquilas y, más que nada, a Caleb. Sentía el frío en su piel como si fuera parte de él, como si se hubiera infiltrado en sus huesos, haciéndolo prisionero de su propia angustia. La oscuridad en la habitación no era solo una ausencia de luz; era un vacío palpable, una presencia sin forma que lo envolvía con la promesa de que lo peor aún estaba por venir.
Los fragmentos del espejo flotaban, suspendidos en el aire como si estuvieran atrapados en una danza siniestra. Cada pedazo reflejaba algo diferente, pero Aiden no se atrevía a mirar demasiado de cerca. Sabía lo que vería: el rostro de Caleb, distorsionado, pidiendo ayuda desde un lugar donde las sombras eran más profundas que la misma noche.
Dentro del espejo, Caleb estaba atrapado en una prisión de silencio y sombras. No había sonidos, salvo el latido amortiguado de su propio corazón que retumbaba en sus oídos como un tambor lejano. El aire era denso, asfixiante, como si cada respiración le costara más y más. Intentaba gritar, golpear las paredes invisibles que lo rodeaban, pero sus manos pasaban a través de la oscuridad como si no hubiera nada sólido a lo que aferrarse. Era un espectro en un mundo sin forma, perdido en un laberinto sin salida. Sus gritos eran mudos, pero su dolor era ensordecedor.
Cada vez que intentaba acercarse al reflejo de Aiden, se alejaba más. Era como si estuviera hundido en un pantano de sombras que lo succionaba más profundo con cada movimiento. Era un prisionero de algo que no entendía, algo que lo desgarraba por dentro, arrancando pedazos de su propia humanidad.
Mientras tanto, Aiden sentía la presencia de Caleb en cada fibra de su ser. El vínculo entre ellos no se había roto, pero en lugar de consolarlo, lo atormentaba. Sentía el dolor de su hermano como si fuera propio, una agonía que le recorría la columna vertebral con la fuerza de una corriente helada. Era un dolor que quemaba desde dentro, pero no con fuego, sino con un frío tan intenso que hacía que sus extremidades temblaran. Cada latido de su corazón era un eco del sufrimiento de Caleb, como si sus almas estuvieran entrelazadas a través del espejo.
"Es tu turno..." La voz surgió de nuevo, pero esta vez no fue solo un susurro. Era una afirmación, una sentencia que se incrustó en la mente de Aiden como una aguja de hielo. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, y de repente, el reflejo en el espejo comenzó a cambiar. El rostro que lo miraba desde el otro lado ya no era el suyo, ni tampoco el de Caleb. Era una mezcla de ambos, una figura amorfa, con ojos oscuros que brillaban con una intención maligna.
Aiden dio un paso atrás, pero el espejo lo seguía, reflejando su miedo con una precisión que lo paralizó. Sentía como si el suelo bajo sus pies se estuviera desmoronando, como si el aire en la habitación se volviera más espeso, más difícil de respirar. Y entonces, sucedió algo extraño.
Una de las piezas del espejo, flotando en el aire, comenzó a vibrar. El sonido que emitía era agudo, chirriante, como el roce de metal contra metal, y de repente, sin previo aviso, la pieza de cristal salió disparada hacia Aiden. El golpe fue rápido, pero el dolor llegó como una ola. La pieza no lo cortó físicamente, pero sentía una presión abrumadora en su pecho, como si el aire fuera empujado fuera de sus pulmones.
De repente, un charco oscuro comenzó a formarse en el suelo frente a él, brotando del cristal roto como si el espejo estuviera llorando. El líquido era denso y oscuro, moviéndose por sí solo, arrastrándose como una sombra viva hacia los fragmentos flotantes del espejo. Aiden retrocedió, el terror le recorría cada nervio como un río de hielo. Sabía que esto no era real… pero al mismo tiempo, lo era más que cualquier otra cosa que hubiera sentido antes.
Las sombras en el ático comenzaron a crecer, a extenderse como raíces que se enredaban alrededor de sus pies. El frío se intensificó, y Aiden sintió que el mundo a su alrededor comenzaba a distorsionarse, como si estuviera siendo absorbido lentamente por el espejo roto.
Y entonces, lo vio. Caleb, de pie frente a él, al otro lado de la habitación.
Pero algo no estaba bien. Caleb lo miraba fijamente, pero sus ojos no eran los de su hermano. Eran oscuros, vacíos, como si algo más lo habitara. Aiden sintió su corazón detenerse.
"Te dije que volvería", murmuró Caleb, su voz profunda y resonante, pero vacía de toda emoción.
Antes de que Aiden pudiera reaccionar, Caleb dio un paso adelante. Fue un solo paso, pero en ese instante, Aiden sintió que el aire se comprimía a su alrededor, y una fuerza invisible lo empujaba hacia atrás. El espejo, roto pero aún peligroso, comenzó a brillar con una luz oscura. Aiden cayó, no al suelo, sino en una oscuridad infinita.
El mundo real se desvaneció en una ráfaga de sombras, y el eco del grito de Aiden fue tragado por el abismo.
El suelo desapareció bajo sus pies. Aiden cayó, cayó y cayó en un abismo sin fondo hacia el mundo que había reclamado a su hermano.