Los Espejos De Hollow Creek

El Umbral De Las Sombras

El mundo que rodeaba a Aiden era un vacío profundo, una extensión sin límites de oscuridad que no solo cubría sus ojos, sino que también lo envolvía desde dentro. Caía, o al menos, eso creía, pero no había suelo que lo recibiera ni horizonte que lo guiara.

El vacío era total, un abismo sin fondo donde el tiempo y el espacio carecían de sentido. Aiden se sentía atrapado en un mar de sombras, flotando sin dirección, mientras un frío abrasador se apoderaba de cada rincón de su ser.

El aire, si es que lo había, estaba cargado de una densidad irreal, como si estuviera respirando cenizas. Cada inhalación era un esfuerzo, como si sus pulmones estuvieran llenos de polvo antiguo, de memorias marchitas de otros que habían caído antes que él.

El frío mordía su piel, pero no era un frío natural, sino uno que parecía absorber el calor de su alma, como si estuviera siendo consumido desde el interior. Era como estar enterrado vivo en un lugar donde la oscuridad tenía peso, un peso que lo aplastaba lentamente.

Intentó moverse, pero sus extremidades parecían flotar en el vacío, sin rumbo ni propósito. Miraba sus manos, pero apenas podía distinguir sus formas en el abismo. Era como si el mundo lo estuviera desdibujando, arrancándole la sustancia, la realidad. Un pensamiento le cruzó la mente: "¿Estoy desapareciendo?"

El pánico se desató en su pecho, un torbellino de miedo que le comprimía el corazón. Quería gritar, pero la oscuridad parecía tragarse sus palabras antes de que siquiera pudieran formarse en su garganta. La desesperación se enredaba en su mente como una telaraña pegajosa, cada pensamiento más difícil de desenmarañar que el anterior.

Y entonces, lo sintió. Algo se movía en la oscuridad, un susurro, un aliento que no pertenecía a él. No estaba solo en ese vacío.

Aiden tembló. Sentía una presencia, pero no podía verla. Era como si la oscuridad misma tuviera ojos, observándolo desde cada ángulo, acechando sus miedos más profundos.

Cada latido de su corazón retumbaba en sus oídos, amplificado por el silencio abrumador. La soledad en la oscuridad era opresiva, pero la idea de que algo lo acompañaba era infinitamente peor.

Entonces, desde lo más profundo de esa negrura, escuchó un sonido que lo llenó de un terror más puro que cualquier cosa que hubiera experimentado antes: el llanto de Caleb.

Era un llanto suave, pero desgarrador, un sollozo ahogado que resonaba como el eco de una vida que se desmoronaba. Aiden giró la cabeza, intentando localizar el sonido, pero no había dirección en el vacío. Los sollozos parecían venir de todas partes y de ninguna. Caleb estaba allí, pero también estaba perdido.

“Caleb…” su voz salió temblorosa, quebrada por el miedo. “¿Dónde estás?”

Pero la respuesta no fue la de su hermano. Fue un gruñido bajo, gutural, que hizo que el aire a su alrededor se tensara como una cuerda a punto de romperse. La oscuridad tenía vida, tenía hambre.

De repente, el vacío comenzó a cambiar. Las sombras a su alrededor comenzaron a moverse, retorciéndose como humo atrapado en un frasco, formando figuras que no tenían forma. Aiden sintió que algo lo tocaba, apenas un roce, pero suficiente para hacerle saber que no estaba solo. Los dedos invisibles que lo rozaban eran fríos, demasiado fríos, como el contacto con algo que había muerto hacía mucho tiempo.

El suelo, si es que existía, comenzó a formarse bajo sus pies, aunque era irregular, como si estuviera pisando rocas afiladas o fragmentos de vidrio. El vacío se convertía lentamente en un paisaje de pesadilla, un lugar que no era ni del todo sólido ni completamente etéreo.

Alrededor de él, estructuras comenzaban a emerger de la oscuridad, torres retorcidas hechas de sombras densas, que parecían derretirse y solidificarse al mismo tiempo. Las paredes eran de una textura áspera, como carne quemada o piedra erosionada por el tiempo, y cada una de ellas estaba cubierta de cicatrices profundas, marcas de lo que parecían ser rasguños.

Aiden podía sentir que cada marca era un rastro de sufrimiento, como si alguien hubiera intentado escapar de ese lugar antes que él. El aire olía a hierro oxidado, a tierra mojada, a desesperación.

Caleb estaba allí, en alguna parte. Lo sabía. Podía sentir su dolor como si fuera el suyo propio, un eco constante que reverberaba a través de la oscuridad. Y entonces lo vio, de pie al borde de lo que parecía ser una grieta profunda en el suelo, su figura apenas visible entre las sombras que lo rodeaban.

“¡Caleb!” Aiden gritó, su voz finalmente escapando de su garganta con una mezcla de angustia y desesperación. Pero Caleb no respondió. Simplemente se quedó allí, inmóvil, mirando hacia el abismo, como si fuera parte de él.

Aiden corrió hacia su hermano, pero cada paso que daba parecía alargar la distancia entre ellos. El suelo bajo sus pies se retorcía como si tuviera vida propia, intentando hacerle tropezar, detenerlo. Finalmente, llegó lo suficientemente cerca como para tocar el hombro de Caleb.

Pero cuando lo hizo, el cuerpo de su hermano se desmoronó en una nube de sombras, como si hubiera sido una ilusión desde el principio. El terror golpeó a Aiden con la fuerza de una ola oscura. Retrocedió, tropezando con algo que no había visto antes: una puerta.

Una puerta, alta y estrecha, hecha de un material que no podía identificar, como si fuera una mezcla entre madera podrida y metal oxidado. El terror se apoderó de él aún más. ¿Qué había detrás de esa puerta? Sabía, en lo más profundo de su ser, que abrirla sería un error. Pero también sabía que era su única salida. O al menos, eso quería creer.

Temblando, extendió la mano hacia el pomo, frío y áspero al tacto. Con un esfuerzo que le costó más de lo que habría imaginado, giró el pomo lentamente. El chirrido que hizo el metal al moverse fue como el grito de una criatura antigua, un sonido que perforó la oscuridad.

Y entonces, la puerta se abrió.



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Editado: 28.10.2024

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