Aiden estaba paralizado. El eco del portazo resonaba en su mente como el martilleo de un tambor antiguo, apagado pero persistente, una llamada a un lugar del que no podía escapar.
La oscuridad que lo rodeaba no era simplemente la ausencia de luz; era un vacío que se infiltraba en su mente, como un veneno lento que se disolvía en sus pensamientos, distorsionando sus sentidos. Podía sentir cómo su percepción se deformaba, cómo lo que era sólido se desvanecía y lo que no tenía forma cobraba vida.
El lugar donde estaba atrapado no era solo un espacio físico, era una extensión de su psique, un reflejo distorsionado de su terror más profundo. Cada pensamiento que tenía parecía materializarse a su alrededor, como sombras que tomaban formas imposibles.
El suelo bajo sus pies, que antes era inestable, ahora se sentía como un lienzo que cambiaba con cada paso, como si estuviera caminando sobre una superficie que se moldeaba al peso de sus pensamientos. Cada paso era una nueva pesadilla.
Los muros invisibles de este nuevo mundo parecían respirar, como si estuvieran hechos de carne y sombras, expandiéndose y contrayéndose al ritmo de un corazón podrido. Aiden sentía el pulso bajo sus pies, cada latido era como el tambor de una sentencia inminente.
El aire, denso y cargado, era como una sustancia viva, una especie de líquido oscuro que lo rodeaba, presionando sus pulmones, sofocándolo. Inhalar era como intentar respirar a través de un paño empapado en agua sucia, cada respiro era más corto que el anterior.
De repente, comenzó a escuchar algo, un sonido suave al principio, pero que se fue intensificando, volviéndose más claro. Un susurro, como el roce de hojas secas arrastradas por el viento. Pero no había viento en aquel lugar.
El sonido se deslizaba por su oído, llenando cada rincón de su mente, un murmullo constante de palabras que no entendía pero que le provocaban escalofríos. Se dio cuenta de que no eran hojas… eran voces.
Eran las voces de aquellos que habían estado atrapados antes que él, cada una con su propia historia de dolor, cada una reclamando una parte de él. Sentía como si la oscuridad lo estuviera despojando de su humanidad, consumiendo sus recuerdos y dejando solo el vacío.
Las voces se mezclaban, distorsionándose en un coro incomprensible, pero lo más aterrador era que, entre ellas, podía reconocer la de Caleb.
— Ven... por favor...
La voz de Caleb era un hilo débil, quebradizo, pero resonaba más profundamente que las otras, como una cuerda tensada al límite de romperse. Aiden dio un paso hacia el sonido, su cuerpo moviéndose por instinto, aunque su mente gritaba que se alejara.
Cada paso era más pesado que el anterior, como si algo invisible lo estuviera jalando hacia el suelo, queriendo hundirlo más en aquel abismo.
El aire olía a humedad, a metal oxidado y algo más profundo, algo podrido. Era el olor de la desesperanza, de la muerte lenta y agónica. Aiden sentía que cada inhalación lo contaminaba, como si estuviera absorbiendo la esencia de aquel lugar maldito.
Intentó hablar, pero las palabras se disolvieron en su garganta, transformándose en un susurro sordo, como si el aire hubiera robado su capacidad de expresar lo que sentía.
Las paredes invisibles comenzaron a cerrarse, no en realidad, sino en su mente. El espacio parecía encogerse, aplastándolo, robándole la razón. Era como estar atrapado en una caja que, a medida que intentaba respirar, se hacía más pequeña. Las sombras alrededor de él comenzaban a acercarse, adoptando formas grotescas, deformadas.
Figuras humanas que no eran del todo humanas, pero que lo observaban con ojos vacíos, ojos que no eran más que huecos oscuros. Sus cuerpos estaban retorcidos, como si hubieran sido tallados de la pesadilla misma.
Aiden sintió el pánico inundar su cuerpo como una corriente fría. Su mente era un laberinto en espiral, un lugar donde la realidad se descomponía en trozos imposibles. Empezaba a dudar de si todo lo que veía era real, o si su propio terror había comenzado a crear una nueva dimensión. ¿Acaso él mismo estaba construyendo este infierno con su miedo?
Y entonces lo vio.
Caleb, o lo que quedaba de él, se materializó entre las sombras. Su rostro estaba distorsionado, su piel parecía transparente, como si fuera de vidrio fino a punto de romperse.
Pero no era su aspecto lo que llenaba de horror a Aiden, sino sus ojos. Eran pozos oscuros, pero dentro de ellos, Aiden pudo ver algo moviéndose, retorciéndose como una serpiente atrapada, algo que no pertenecía a este mundo.
—Caleb… — Aiden murmuró, pero la figura frente a él no respondió. Simplemente lo miró, inmóvil, sus ojos llenos de un vacío indescriptible.
Aiden extendió la mano, temblorosa, como si pudiera alcanzar a su hermano, pero cuando sus dedos estuvieron a punto de tocarlo, la figura se rompió en mil pedazos, como un espejo cayendo al suelo.
Y de los fragmentos emergió algo.
No era Caleb. Era una figura negra, amorfa, una sombra viva, con brazos largos y retorcidos como ramas secas. La criatura no tenía rostro, pero de alguna manera, Aiden sabía que lo observaba, que lo devoraba con su presencia.
El miedo que había sentido hasta entonces era nada comparado con lo que ahora lo envolvía. Era un terror primordial, el tipo de miedo que paraliza el alma.
La criatura se movió, lenta, como si saboreara el momento. Su forma se contorsionaba, cambiando con cada paso, adoptando sombras de figuras humanas que Aiden reconocía vagamente.
Eran ecos de personas que él conocía, recuerdos distorsionados, hechos monstruos. La criatura se detuvo justo frente a él, y aunque no tenía boca, Aiden pudo sentir su aliento, frío como el invierno más cruel, envolviéndolo.
Y entonces, sin previo aviso, la criatura extendió una mano hacia su pecho.
El contacto fue breve, pero fue como si una garra invisible se hubiera hundido en su corazón, extrayendo todo el calor de su cuerpo. Aiden sintió que algo dentro de él se rompía. Su cuerpo se dobló de dolor, un dolor tan profundo y desgarrador que casi no podía respirar. Su visión se nubló, las sombras a su alrededor giraban como un remolino imparable.