La oscuridad era impenetrable, un océano negro que absorbía cada susurro, cada rastro de esperanza. Aiden y Caleb estaban allí, a un paso de distancia, separados solo por aquel abismo invisible, por un vacío que parecía infinito.
Podían verse, estirando las manos hacia el otro, sus dedos temblorosos rozando el aire helado, pero la distancia entre ellos era un abismo que iba más allá de lo físico.
Era una grieta en la propia realidad, un espacio donde el tiempo y la esperanza se desmoronaban, donde el deseo de estar juntos se convertía en una cadena de sufrimiento sin fin.
Aiden miraba a su hermano, cada fibra de su ser gritándole que avanzara, que cruzara ese abismo y tomara la mano que había anhelado sostener. Pero cada paso lo regresaba al mismo lugar, como si estuviera atrapado en un juego macabro.
La negrura entre ambos se retorcía, formando figuras que surgían y se desvanecían, como reflejos de su propio dolor, formas fantasmales que danzaban al ritmo de su desesperación.
Aiden podía sentir cómo la distancia entre ellos no era física, sino algo mucho más profundo, como si sus almas estuvieran siendo desgarradas, separadas por un muro invisible que se alimentaba de su sufrimiento.
— Caleb…
La voz de Aiden era apenas un susurro, débil, rota. Podía ver el reflejo de su propio miedo en los ojos de su hermano, y ese reflejo lo atormentaba, como una herida abierta que nunca dejaba de sangrar.
Su deseo de reunirse con Caleb era tan intenso que lo consumía, una llama en su interior que ardía con una furia devastadora. Pero cada vez que extendía la mano, sentía como si el aire mismo se solidificara, como si un cristal invisible los dividiera, resistiéndose a romperse, no importa cuánto lo intentara.
Para Caleb, el dolor era una sombra que se aferraba a su piel, un peso invisible que lo aplastaba lentamente, robándole cada resquicio de esperanza.
El deseo de reunirse con Aiden se había convertido en una obsesión, un fuego oscuro que ardía en su pecho, pero era un fuego frío, una llama que no ofrecía calor, sino un dolor agudo y desesperante.
Miraba a su hermano, sus ojos llenos de anhelo, pero también de terror, como si en algún lugar profundo de su ser supiera que nunca lograría alcanzarlo.
El espacio a su alrededor no era solo un vacío; era un reflejo de su propio miedo. Las sombras que los rodeaban parecían hechas de sus pensamientos más oscuros, de sus inseguridades, de la culpa que cada uno sentía por no haber protegido al otro. Eran como espectros hambrientos, sombras vivas que se estiraban y encogían, danzando al compás de sus miedos.
Para Aiden, cada intento de acercarse a Caleb era como hundirse en un mar de tinta, un mar que lo sofocaba, que lo tragaba. Sentía cómo el aire se volvía denso, cargado de un terror antiguo que le comprimía el pecho, robándole el aliento.
Podía ver los ojos de Caleb, sus pupilas dilatadas, fijas en él, y en su mirada había algo que lo desgarraba: una mezcla de miedo y esperanza, una súplica silenciosa que lo hacía sentir como si estuviera atrapado en una pesadilla sin fin.
Y Caleb… Caleb sentía cómo la oscuridad se enredaba en sus pies, arrastrándolo hacia abajo, como si aquel lugar maldito intentara devorarlo. Cada segundo que pasaba, la distancia entre él y Aiden se volvía más insuperable, más irreal.
Era como si el espacio entre ellos creciera, como si algo en el mismo tejido de aquel lugar estuviera empeñado en mantenerlos separados. Podía sentir cómo la sombra que los rodeaba se infiltraba en su piel, llenando su mente de pensamientos oscuros, de memorias distorsionadas, de un dolor que no era del todo suyo, pero que lo consumía como si lo fuera.
— No puedo…— murmuró Caleb, su voz rota, casi inaudible.
El sonido de sus propias palabras se desvanecía en el aire, como si el lugar se resistiera a permitir cualquier atisbo de comunicación. Pero Aiden lo escuchó, y su corazón se quebró al oírlo.
Su hermano estaba tan cerca y tan lejos, y el dolor de no poder alcanzarlo era una tortura que iba más allá de lo físico. Era una herida que lo desgarraba desde dentro, un abismo en su propia alma que lo ahogaba.
El lugar mismo parecía estar observándolos, como si aquel abismo negro se deleitara en su sufrimiento. Las sombras a su alrededor no solo eran oscuridad; eran manifestaciones vivas de sus miedos y anhelos, formas amorfas que parecían cambiar con cada emoción que experimentaban.
Aiden sentía que aquel lugar se alimentaba de ellos, que cada grito ahogado, cada mirada desesperada, solo fortalecía la barrera entre ellos.
De repente, Caleb sintió algo extraño. Un susurro que se deslizó en su mente, un murmullo apenas audible, pero que resonaba con la fuerza de una promesa rota. Era una voz desconocida, pero al mismo tiempo, sentía que esa voz había estado allí siempre, esperando, acechando en el rincón más oscuro de su mente.
— Nunca podrás volver….— susurró la voz, y el terror que sintió fue tan profundo que lo paralizó.
Aiden, en ese mismo instante, percibió algo similar. Una sensación de algo o alguien rodeándolo, observándolo con una intensidad que perforaba su ser. Era como si una presencia oscura hubiera estado allí desde el principio, manipulando sus mentes, alimentándose de sus emociones. Y la presencia no estaba satisfecha.
Ambos hermanos miraron a su alrededor, sus respiraciones se volvieron más rápidas, sus corazones latían al unísono, acelerados por el miedo. La sombra alrededor de ellos comenzó a tomar una forma diferente, más sólida, como si el mismo abismo decidiera materializarse. Un rostro comenzó a surgir de la oscuridad, pero no era un rostro humano. Era una amalgama de figuras distorsionadas, de ojos huecos y bocas abiertas en gritos silenciosos.
Y entonces, lo vieron.
Era una figura, una entidad compuesta de sombras, una figura alta y delgada que parecía estar hecha de un tejido oscuro que absorbía toda la luz a su alrededor.