Capítulo Final
Aiden quedó allí, frente al espejo vacío, el reflejo de su propia imagen clavado como una daga en su mente. Su respiración era un susurro quebrado, como hojas secas siendo arrastradas por un viento helado, un viento que parecía provenir desde el mismo abismo de donde acababa de regresar.
El vacío en su pecho era tan vasto que parecía extenderse a su alrededor, convirtiendo la habitación en un reflejo de su pérdida. La realidad se sentía frágil, como un cristal fino al borde de romperse. Podía sentir la fría presencia de aquel otro mundo acechando detrás de él, susurrando en el aire, reclamando su alma con un eco que se retorcía en los rincones de la habitación.
Caleb estaba atrapado al otro lado, y esa verdad era una cadena de hielo que apretaba su pecho, una carga que pesaba tanto como el propio mundo.
El recuerdo de la última sonrisa de su hermano permanecía en su mente, grabado como una cicatriz que nunca desaparecería.
La sonrisa de Caleb había sido de aceptación, de un sacrificio que había hecho con la esperanza de liberar a Aiden, pero el eco de su presencia seguía allí, atrapado en algún rincón oscuro del reflejo.
Aiden levantó la mano hacia el espejo, sus dedos rozando la fría superficie de vidrio que aún estaba húmeda, como si el cristal llorara junto a él. La textura del vidrio era helada, pero en ella sentía un latido sutil, una pulsación lejana, como el último suspiro de un corazón quebrantado. Era Caleb, allí, detrás del reflejo, una sombra pálida, un eco que se resistía a desvanecerse.
El dolor que sentía Aiden no era solo una herida en el alma; era una grieta en el propio tejido de su ser. La pérdida de Caleb no era simplemente la de un hermano; era como si hubiera perdido una parte de sí mismo, una mitad que nunca volvería a estar completa.
Aiden comprendía ahora que el vínculo entre ellos había sido algo más que fraternal. Habían sido como dos partes de una misma esencia, dos mitades que, al separarse, dejaban un vacío tan vasto como el mismo abismo.
Y entonces, lo escuchó. El susurro de Caleb, débil, pero inconfundible. Era como un eco distante, un murmullo que cruzaba el espacio entre los dos mundos.
—Aiden…
La voz era apenas un aliento, un lamento que se enredaba en el aire como un hilo invisible. El sonido vibraba en su mente, resonando como el último susurro de una canción olvidada, y cada sílaba era una cuchillada en su pecho.
Caleb estaba allí, pero al mismo tiempo, estaba lejos, atrapado en un espacio donde el tiempo no tenía significado, donde su voz solo podía ser un susurro ahogado.
Aiden apretó los puños, sus uñas clavándose en sus palmas. El dolor físico era un alivio comparado con el dolor de saber que Caleb estaba sufriendo en silencio, en algún lugar que no podía alcanzar. Era como si el mundo entero se hubiera encogido, volviéndose un lugar opresivo, sofocante, donde el aire mismo le robaba la vida.
—No puedo dejarte allí… — murmuró Aiden, sus palabras cayendo en el silencio como piedras en un lago oscuro.
Miró el espejo, su propia imagen reflejada con ojos llenos de dolor y desesperación, y sintió una extraña resolución apoderarse de él. No podía abandonar a Caleb. No podía permitir que el abismo los separara para siempre.
Con un impulso ciego, golpeó el espejo, su puño rompiendo el cristal en una explosión de fragmentos. Los pedazos cayeron al suelo, reflejando pequeños destellos de luz, como fragmentos de estrellas rotas en la oscuridad de la habitación.
Cada fragmento era una parte de él, una representación física de la fractura en su alma. Pero en cada pedazo, Aiden podía ver a Caleb, su figura desdibujada, su rostro atrapado en una expresión de tristeza.
Se arrodilló frente a los fragmentos, recogiendo uno entre sus dedos. El cristal cortó su piel, dejando un rastro de sangre en su palma, pero el dolor físico era insignificante comparado con la agonía en su corazón.
La sangre se mezcló con el reflejo, y en ese instante, sintió una conexión, como si el cristal hubiera absorbido una parte de él, una parte que se extendía hacia Caleb.
La habitación se llenó de sombras, y el aire se volvió denso, cargado de una presencia oscura y voraz. Aiden sintió cómo su visión se distorsionaba, y un frío intenso se apoderó de él, como si estuviera siendo arrastrado de regreso al abismo. La oscuridad lo envolvía, y en medio de aquella penumbra, vio una puerta.
Era la misma puerta que había visto en aquel mundo infernal, una puerta que parecía estar hecha de sus propios miedos, una puerta que respiraba, que lo llamaba. Y detrás de esa puerta, lo sabía, estaba Caleb, esperando, atrapado.
Se levantó, guiado por una fuerza invisible, y avanzó hacia la puerta. Su corazón latía con fuerza, cada latido era como un tambor que resonaba en el abismo. Sentía que cada paso lo acercaba más a Caleb, pero también lo llevaba al borde de la locura. La puerta se abrió con un crujido lento y estremecedor, y detrás de ella, lo vio.
Caleb estaba allí, con la misma expresión de sacrificio, pero algo en él había cambiado. Había una tristeza profunda en sus ojos, una tristeza que se mezclaba con una extraña sensación de vacío, como si el Caleb que Aiden conocía hubiera comenzado a desvanecerse.
—Aiden… —murmuró Caleb, su voz quebrada— No debiste regresar.
Aiden dio un paso hacia él, pero una fuerza invisible lo detuvo. Era como si el aire mismo estuviera tratando de mantenerlos separados, de evitar que se reunieran. El abismo entre ellos era más fuerte que nunca, una barrera hecha de sombras y susurros, una barrera que se alimentaba de sus deseos, de su amor fraternal convertido en una tortura.
— No podía dejarte aquí — replicó Aiden, su voz cargada de determinación.
Pero entonces, Caleb levantó la mano, y Aiden notó algo extraño en ella. Los dedos de Caleb se habían vuelto translúcidos, como si estuvieran hechos de la misma esencia oscura que los rodeaba. Era como si el abismo hubiera comenzado a absorberlo, a convertirlo en una parte de sí mismo.