El viento frío soplaba con suavidad. Tiraba levemente de las hojas de los árboles y de las flores en medio de la noche. No había ningún palo de luz y la oscuridad llenaba toda la calle sin asfaltar. Las estrellas apenas brillaban en el cielo y las nubes y la luna no hacían acto de presencia. La soledad del exterior emanaba una tranquilidad que podría perturbar a cualquiera que osase caminar por ahí.
Era algún día del mes de septiembre del año dos mil diecinueve, en Santo Domingo, capital de República Dominicana, la tierra del merengue y la bachata. Tenía sentido que no hubiese nadie afuera en aquellos momentos, pues así escapaban de las garras del infortunio, que se manifestaba por medio de bienintencionados ladrones.
Un muchacho se acercó con cautela a la casa más alejada de la calle. Desde fuera, a pesar de la ausencia de luz, podía visualizar las pequeñas grietas en los bordes de la pared y la falta de un bombillo que iluminase la entrada. De su bolsillo derecho, el chico sacó sus llaves y abrió la puerta.
Al ingresar en la casa, se dirigió rápidamente a su habitación, donde se encontraban otros cinco muchachos, todos varones, con los que presentaba un parecido inmenso. Esto se debía a que la naturaleza les otorgó los mismos genes, es decir, eran sextillizos idénticos, un hecho sumamente improbable. Por la forma en que habían vivido, los chicos compartían aspectos esenciales en sus conductas, como expresiones o gestos; sin embargo, lograban transmitir sus diferencias a los demás por un elemento característico: el color de la camiseta o abrigo que llevaran.
El que vestía de verde, prestaba atención a su celular, tecleando a un ritmo bastante errático; el de azul, practicaba con el violín, mientras que el de amarillo veía con gusto series animadas japonesas. El muchacho que entró, que usaba rojo, se sentó en la silla cerca de la ventana, mirando a través de esta para aliviar su decepción.
—Así que ya llegaste, Wilson… ¿Cómo te fue? —preguntó el de amarillo tras pausar el video, quitarse un audífono y percatarse de la llegada de su hermano.
Los ojos marrones oscuros le dirigieron una mirada de soslayo. El chico suspiró antes de responder apesadumbrado:
—Se canceló, prácticamente fui de balde.
—Es una pena, ya habrá otras oportunidades… ¿Quieres ver? —Luitor le mostró la pantalla de su teléfono
—No, está bien, Luitor. —Wilson vio a Luitor reanudar aquello que veía su teléfono.
Wilson sacó su celular y se puso a revisar los mensajes de sus amigos respecto a la fiesta que, se suponía, debió realizarse aquella noche. Algunos culpaban a los padres de la anfitriona, otros mostraban su pesar. Cuando se le acabaron las ganas de leer esos mensajes, chasqueó la lengua y bloqueó el teléfono.
Luego posó su vista al cielo, como si esperara algún milagro que lo alegrara. Segundos pasaron y nada apareció. Miró por un momento la habitación, notando que dos de los hermanos, los que usaban naranja e índigo, jugaban con una consola un juego de carreras.
Regresó su mirada al cielo, asombrándose al presenciar seis luces de colores caer. Una de un color distinto que coincidía, de manera sospechosa, con las camisetas de los chicos.
—¡Hey, vengan a ver esto! —exclamó Wilson haciendo ademanes para que sus hermanos se apresuraran.
«No podía quedarse callado», pensó el de verde dejando de teclear y se levantó—. ¡¿Qué sucede?! —cuestionó irritado al acercarse a la ventana, pues no le gustaba moverse de su cama. Dirigió su vista a las misteriosas luces cayendo, en específico la verde—. ¿Nos llamas por unas tontas luces?
—Por favor, Yeison, alégrate la vida un poco —dijo Luitor quien, situado al lado de Yeison, había prestado más atención a la luz amarilla—. ¿No te resulta hermoso?
—Para nada —respondió escuetamente, regresando a su cama para seguir tecleando el teléfono.
—Ay, tan insulso —comentó Luitor burlón rodando los ojos.
—Realmente es muy… fascinante… ¿Qu-qué creen que sea? —susurró tartamudeando el de azul, cuya forma de hablar solía ser muy suave. Él observaba la luz azulada que caía de forma grácil.
—Tú sí sabes, Deimon. —Luitor rodeó sonriente al de azul, Deimon, con un hombro—. A diferencia de otros —siseó observando a Yeison, quien no se inmutó con aquellas palabras.
—No lo sé… Supongo que estrellas fugaces, ¿no? —Jilton veía la luz anaranjada, después de verse obligado a dar pausa.
Teilor, el que vestía de índigo, solo sacó su teléfono mientras bostezaba para grabar dichas luces, aunque se enfocaba más en la de su color, la cual se movía en zigzag. Así los chicos se habían quedado hasta que dichas luces de repente separaron sus caminos.
—¿Saben? —Wilson atrajo la atención de sus hermanos, excepto Yeison, y veía la luz rojiza—. Siento que algo grande va a acontecer pronto.
—Ya, unas lucecitas van a cambiar el destino… ¡Ja! —dijo Yeison desde la cama a la vez que buscaba nuevas ideas para eso tan importante que hacía en su teléfono.
—El día en que tú no seas tan amargado te lo agradeceré bastante —murmuró Wilson dejando de prestar atención a las luces del cielo.
—Oh, claro, y el día en que tú no menciones alguna estupidez se va a acabar el mundo —replicó Yeison tras bufar—. Soñar no cuesta nada —ironizó.