El día siguiente fue un domingo. Los domingos solían ser bastante tensos e incómodos en la casa de los sextillizos. Wilson, por su reloj biológico, se levantó a eso de las seis y veinte de la mañana y lo primero que hizo fue tapar al águelo de forma que pueda seguir respirando por la sábana —pero que sea oculto a cualquiera que entre— antes de volver a acomodarse hasta que apareciera la señal.
Dicha señal, en forma de su madre, llegó diez minutos después, llamando a despertar a todos abriendo la puerta de repente para que se prepararan para ir a aquel lugar de apariencia agradable, a pesar de resurgir siempre memorias agrias de la niñez de los gemelos.
La iglesia, específicamente, una iglesia católica.
Todos los domingos, casi sin faltas (siendo estas por una visita a la abuela biológica), iban a la capilla, cuya misa o celebración iniciaba a las nueve de la mañana.
¿Por qué levantarse a las seis y media entonces?
Por la cantidad: ellos eran seis, sumándose su madre y el hermano mayor; la casa solamente tiene un baño, cada uno tenía que asearse —durando entre cinco y quince minutos cada uno— y para cada dos hermanos tocaba calentar una olla con agua, además de tener que vestirse y desayunar, de forma tal que sumaban más de dos horas. Y así fue el proceso, como cada domingo; los hermanos se turnaban para ir al baño, para vestirse y demás.
Esta vez, bajo la mirada curiosa y extrañada del águelo, ignorante de aquella dinámica.
—¿A dónde van? —cuestionó extrañado de verlos levantados tan temprano y vestidos con ropas formales, siendo el color de la camisa que llevaban acorde al color característico de cada gemelo—. ¿Tienen alguna clase de actividad… o es la «escuela»?
—La escuela es de lunes a viernes; lo domingo son para la iglesia —explicó Wilson al águelo.
—¿Y qué es una «iglesia»? —preguntó el águelo, cuya entonación mostraba un vago intento de ocultar su disgusto habitual ante el acento de los muchachos.
Los chicos detuvieron lo que hacían en ese instante y dirigieran su mirada a Lîf, sorprendidos de las implicaciones de sus palabras: si Lîf existía, y era de otra dimensión, ¿qué sentido tenía la religión para ellos si sus respuestas parecían distintas de la realidad que vivían? Si ya ese día había eliminado sus ganas de participar en cosas así, con el águelo, los konranos y los espíritus empíreos (y los yūkos, claro), la cosa se volvía más complicada.
—El rey, llamado Sōül, por cierto, nunca me habló de esa clase de lugares, ¿son muy importantes o algo así? —Continuó con las interrogantes—. ¿Podría ir con ustedes y ver qué tal?
—Lîf… No es… buena idea que tú vaya pa’llá; sería todo un desastre —respondió Luitor condescendientemente—. Te explicaremos más tarde, pero es necesario que te quedes aquí y no hagas ruido, que nuestro… padre se queda aquí.
—¿Padre? No sabía que tenían uno… —Los chicos advirtieron que la puerta se abría, por lo que rápidamente Wilson tomó al águelo y lo colocó en el piso, de manera que quien viese desde la puerta no podría verlo, en tanto la cama del de rojo bloqueaba la vista.
—¿Qué tanto e que ustedes hablan? —preguntó la madre ya vestida desde el marco—. Dense rápido y vengan a desayunar, que hice chocolate —dijo antes de cerrar la puerta nuevamente.
Los chicos suspiraron de alivio. Esconder al águelo de sus familiares sería para ellos una situación complicada. Haciendo poco caso a Lîf, siguieron con sus obligaciones: terminaron de vestirse y salieron a desayunar; al terminar, cada uno —por turnos, obviamente— se cepilló, y antes de un parpadeo, el pequeño se vio solo en la habitación con siete camas.
—Bueno, ¿qué podría hacer en su ausencia?
Para su suerte, la puerta de la habitación estaba abierta, dándole la brillante idea de explorar la casa. ¿Cómo es la morada de los guerreros (y futuros guerreros) empíreos? Decidido, voló aleteando sus alas; al salir, lo primero que notó fue un pasillo que conectaba con la habitación del frente; al lado derecho del pasillo había otra habitación, la primera a la que entró.
Era un cuarto relativamente pequeño, de paredes blancas y un bombillo blanco en el techo. Tenía un retrete, un lavamanos, una caja donde había varios rollos de papel y una cortina abierta que revelaba un gran cubo azul con agua—. «Un baño modesto» —opinó inocentemente regresando al pasillo.
El lado izquierdo (desde el punto de vista de la habitación de los muchachos) tenía cortinas. Lîf procedió a cruzarlas, encontrándose con una sala grande que tenía un comedor y algunos muebles; las paredes estaban pintadas de color salmón y había varios cuadros: unos familiares, otras de meras pinturas y una más de la imagen de un hombre extraño para el águelo, pero que los humanos identificarían fácilmente como la imagen más usada del fundador del cristianismo.
—¿Quién será ese señor? —preguntó alejándose más del cuadro—. ¿Y por qué lo tendrían enmarcado? El rey no me comentó de esta clase de… rituales.
Siguió explorando la casa. Al lado de la sala, la cual daba a la cocina y a la galería —que a su vez tenía la puerta principal— había otra sala de estar más grande que contaba con la televisión y otros muebles.