Jessica Quiñones despertó en plena madrugada con la sensación de que un hierro al rojo ardía en sus manos. El dolor la arrancó del sueño, y durante un instante creyó que había sido víctima de un incendio. Se incorporó de golpe, jadeando, para descubrir que las sábanas estaban empapadas de sangre.
El líquido oscuro se extendía como una mancha grotesca sobre la tela blanca. Tardó unos segundos en comprender que la sangre brotaba de ella misma. Sus palmas estaban abiertas, como si alguien hubiera atravesado su carne con clavos invisibles. El dolor era insoportable; ardía, punzaba, como si aún siguiera el objeto extraño hundido en sus manos.
Gritó.
Su madre, Clara, irrumpió en la habitación segundos después. Encendió la luz y se quedó paralizada, llevándose las manos al rostro como si no pudiera creer lo que veía.
—¡Dios mío, Jessica! —exclamó con un hilo de voz quebrado—. ¿Qué te has hecho?
Jessica, temblando, negó con la cabeza.
—No lo sé, mamá… yo estaba durmiendo… y… y desperté así.
Clara corrió hacia ella, le tomó las manos con torpeza y trató de presionar con una toalla para detener la hemorragia. El olor metálico impregnó el aire.
—Esto no puede ser real —susurró, casi para sí misma—. ¿Quién te hizo esto?
Jessica intentó recordar. La noche anterior había cenado con su madre en silencio, luego rezó antes de dormir, como lo hacía desde niña, y se acostó. Nada extraño. Nadie había entrado en la casa. No había pesadillas, no había intrusos. Solo ese ardor, esa herida inexplicable.
El reloj de la mesa de noche marcaba las 3:15 de la mañana. La hora maldita, pensó Jessica, aunque inmediatamente trató de sacudirse esa idea de la cabeza. No podía dejar que el miedo la dominara.
Su madre la condujo hasta el baño y trató de lavar las heridas. El agua chocaba contra las palmas abiertas, y Jessica tuvo que morderse los labios para no gritar. La sangre no dejaba de manar, como si una fuente oculta se hubiese abierto en su carne.
—Vamos al hospital —decidió Clara, con tono firme aunque la voz le temblaba.
Jessica la detuvo.
—No… no tiene sentido. Mira bien… no son cortes comunes.
Clara la miró con ojos desorbitados. Las heridas no parecían hechas con cuchillos o tijeras. No había bordes irregulares, no eran rasguños. Eran círculos profundos y perfectos, como si hubieran sido provocados por un objeto cilíndrico y pesado. La piel alrededor estaba quemada, ennegrecida.
—Parecen… clavos —dijo Clara, y al pronunciarlo sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
Jessica tragó saliva. Sabía lo que su madre había pensado en ese instante. Los estigmas. Las marcas de la crucifixión.
El amanecer llegó cargado de susurros. En el vecindario corría la noticia de que Jessica había sido “tocada por Dios”. Algunos aseguraban que era un milagro, un signo de santidad. Otros murmuraban que se trataba de un engaño o de un trastorno mental. La casa de los Quiñones se convirtió, en cuestión de horas, en un punto de peregrinación improvisado.
Vecinas con rosarios en las manos pedían verla, tocarla, rezar junto a ella. Clara intentaba mantenerlas fuera, pero la presión crecía. Jessica, confundida, no sabía si sentirse bendecida o maldita.
En la cocina, su madre la observaba con ojos cargados de miedo y fe mezclados.
—¿Tú crees que esto… es de Dios? —preguntó Clara, con la voz quebrada.
Jessica se miró las manos vendadas. El dolor no cedía, incluso con los analgésicos que había tomado. La carne latía, como si hubiera un corazón palpitando dentro de cada herida.
—No lo sé, mamá… pero tengo miedo.
La segunda noche fue aún peor. Jessica despertó gritando porque sentía agujas atravesando sus pies. Clara corrió a la habitación y al quitarle las sábanas descubrió nuevos estigmas: los dorsos de ambos pies estaban abiertos, manando sangre como las manos.
El pánico se instaló en la casa.
Clara llamó al médico del barrio, el doctor Muñoz, quien al examinarla frunció el ceño.
—No hay explicación médica para esto —murmuró, mientras limpiaba las heridas—. No hay infección, no hay signos de autoagresión. Si esto continúa, deberíamos internarla.
Pero Jessica, pálida y agotada, susurró desde la cama:
—No quiero ir a un hospital… ellos no entenderán.
El doctor se marchó con gesto preocupado. Clara, desesperada, decidió acudir a la parroquia.
El padre Pablo Delgado recibió a Clara al día siguiente. Era un sacerdote de mediana edad, de mirada serena pero firme. Escuchó atentamente la historia, sin interrumpirla. Cuando Clara terminó, se acomodó la sotana y suspiró.
—La Iglesia siempre ha sido prudente con los supuestos milagros. Debemos investigar antes de sacar conclusiones. No obstante… —se inclinó hacia ella— si lo que usted dice es cierto, podría tratarse de un caso excepcional.
—¿Un milagro? —preguntó Clara con esperanza.
Pablo no respondió de inmediato. Su mente recordaba lecturas de siglos pasados, casos donde los estigmas eran señales de santidad… pero también historias donde eran el disfraz de otra cosa, algo oscuro.
—Permítame hablar con su hija —dijo finalmente.
Cuando Pablo entró en la habitación, encontró a Jessica sentada junto a la ventana, la luz del atardecer iluminando su rostro cansado. Sus manos y pies estaban vendados, pero aún se notaban las manchas de sangre en las sábanas.
—Jessica —saludó el sacerdote con tono suave—. Soy el padre Pablo Delgado.
Ella levantó la vista. Tenía ojeras profundas y los labios resecos.
—¿Viene a decirme que soy una santa? —preguntó con ironía amarga.
Pablo se sorprendió.
—No. Vengo a escucharte.
Jessica lo miró fijamente durante unos segundos.
—No sé qué me está pasando, padre. Pero cada noche siento que algo me atraviesa, como si alguien invisible me clavara en una cruz. Y escucho voces… rezos y gritos al mismo tiempo.
El sacerdote sintió un escalofrío. Se sentó frente a ella.