Los Estigmas y Demonios de Jessica

Capítulo 3: Milagro o Engaño

Jessica llevaba tres noches sin dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía un resplandor que primero parecía divino, pero pronto se transformaba en un abismo oscuro lleno de gritos y sombras. Rezaba, murmuraba el Padre Nuestro una y otra vez, pero las voces nunca callaban. Algunas eran dulces, prometiéndole salvación; otras, en cambio, eran burlonas, con un eco profundo que le quemaba los oídos.

Su madre se mantenía en vela junto a ella, y el padre Pablo rezaba incansablemente, aunque el cansancio empezaba a notarse en su rostro. El detective José Roldán, más práctico, se había instalado en la casa con una libreta y una grabadora, convencido de que algún día encontraría la explicación lógica que desmontaría la locura colectiva.

Esa madrugada, todo cambió.

Jessica se retorcía en la cama, con las manos y los pies vendados, cuando de pronto arqueó la espalda como si una fuerza invisible la alzara. Clara gritó y corrió a sujetarla, pero la joven se estremecía como si estuviera siendo coronada por algo que nadie podía ver.

Entonces ocurrió: finos hilos de sangre comenzaron a brotar en su frente, al principio tímidos, luego abundantes, dibujando líneas que descendían por sus mejillas. No eran cortes superficiales: parecían pequeños orificios punzantes, dispuestos en círculo, como si una corona de espinas hubiera sido colocada sobre su cabeza.

Clara chilló horrorizada y trató de limpiarle el rostro con un paño.

—¡No, por favor, no más!

El padre Pablo se arrodilló junto a la cama, con el crucifijo en la mano, murmurando letanías entre dientes.

José, en cambio, sacó su cámara fotográfica y empezó a tomar imágenes, aunque su mano temblaba visiblemente.

—Esto es… imposible —balbuceó.

Jessica abrió los ojos. Ya no parecían los de una joven asustada, sino los de alguien que miraba más allá, como si contemplara otra realidad.

—Él está aquí —dijo con voz ronca—. No se conforma con mis manos ni mis pies. Quiere todo de mí.

El cuarto se llenó de un silencio denso, apenas roto por los sollozos de Clara.

Horas después, la noticia del nuevo estigma ya corría como pólvora por el vecindario. Afuera, la multitud crecía, algunos rezando de rodillas, otros gritando que era obra del diablo. La policía tuvo que instalar un cordón para contener a los curiosos.

Dentro de la casa, la tensión aumentaba. José observaba a Jessica con la mirada fija, como un investigador frente a un enigma que se resistía a resolverse.

—Esto puede explicarse —insistió—. El cuerpo humano reacciona de formas extrañas bajo estrés extremo. Tal vez sea un trastorno psicosomático.

El padre Pablo lo interrumpió, con voz firme aunque temblorosa.

—¿Y cómo explica que aparezcan heridas en lugares específicos que reproducen la Pasión de Cristo?

José lo fulminó con la mirada.

—Supersticiones. Sugestión colectiva. O alguien que la lastima mientras duerme.

Clara, desesperada, se abalanzó sobre él.

—¿Se atreve a decir que yo le hago esto a mi hija? ¡Que soy capaz de ponerle una corona de espinas en la cabeza!

José la sujetó suavemente de los brazos, intentando calmarla.

—No he dicho eso, señora. Solo digo que la mente humana puede provocar daños físicos reales.

Jessica, desde la cama, lo miró con una expresión enigmática.

—¿De verdad cree que todo esto viene de mí? —preguntó, con una media sonrisa teñida de sangre.

José se quedó helado. Había un matiz en su tono, como si la voz viniera de alguien más.

Esa noche, Pablo decidió realizar una oración de protección. Colocó velas alrededor de la cama, abrió la Biblia y comenzó a recitar el Salmo 91: “No temerás al terror nocturno, ni a saeta que vuele de día…”

Jessica lo miraba fijamente, con ojos brillantes. De pronto, comenzó a reír. Era una risa baja, gutural, nada parecida a la de una mujer joven.

—¿Crees que tus palabras me detendrán? —dijo con voz distorsionada.

Pablo se detuvo, helado. Clara gritó y se cubrió el rostro. José, incrédulo, encendió de inmediato su grabadora.

Jessica se arqueó otra vez, y la sangre de su frente manó con más fuerza, como si las espinas invisibles se hundieran más en su piel. Sus manos se abrieron solas, como empujadas por clavos que nadie veía.

—Yo soy la que sangra —susurró—. Pero no soy la única que sufrirá.

La sesión terminó en caos. Clara lloraba desconsolada, Pablo estaba pálido y agotado, y José, aunque aún se aferraba a la lógica, no podía negar lo que había escuchado y grabado.

Esa misma madrugada, revisó la grabación en su portátil. La voz grave que salió del altavoz no era la de Jessica. Había un eco imposible, una vibración que helaba la sangre.

En un momento, entre las frases incomprensibles, se distinguió una palabra clara en latín: “Dominus tenebrarum.”

José buscó el significado en línea. Señor de las tinieblas.

Encendió un cigarrillo, sudando frío.

—Esto tiene que ser un truco… algún truco.

Pero en el fondo, algo en él comenzaba a resquebrajarse.

Al amanecer, Jessica despertó débil, como si hubiera corrido una maratón. Clara le limpió la frente con un paño húmedo, mientras lloraba en silencio.

—Mamá… —susurró Jessica—. ¿Qué me está pasando?

Clara la besó en la frente, ignorando la sangre reseca.

—No lo sé, hija… pero no te dejaré sola.

Pablo, sentado en un rincón, apretaba su crucifijo con fuerza. Su fe estaba en guerra con sus propios miedos. Miró a Jessica y no vio una santa ni una mártir, sino un campo de batalla.

José, en cambio, tomó sus notas con rigidez.

—Sea lo que sea, voy a llegar al fondo.

Nadie respondió. El silencio que cayó sobre la habitación fue más pesado que cualquier palabra.

Afuera, el sol se levantaba, pero dentro de la casa, las sombras parecían crecer.

Jessica cerró los ojos. En su interior, una voz le susurró con dulzura engañosa:

—Ya casi eres mía.




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