Los Estigmas y Demonios de Jessica

Capítulo 4: Voces Enfrentadas

La noticia de los estigmas de Jessica ya había cruzado fronteras. Cámaras de televisión y periodistas acampaban frente a la casa, y la presión pública se hizo insostenible. La policía, temiendo que el caso se saliera de control, solicitó la intervención de un especialista en salud mental.

Así llegó la Dr. Loyda Gómez, psiquiatra forense reconocida por su rigor. Era una mujer de unos cincuenta años, cabello oscuro recogido en un moño estricto, gafas delgadas y un aire de autoridad que imponía respeto apenas cruzaba la puerta.

—Quiero verla a solas —fue lo primero que pidió al entrar.

Clara, nerviosa, miró al padre Pablo en busca de consejo. Éste asintió con reticencia. El detective Roldán, en cambio, se sintió aliviado: al fin alguien que pensaba como él.

La sesión comenzó en la habitación de Jessica. Loyda se sentó frente a la cama, con una libreta en mano.

—Jessica, soy la doctora Gómez. Estoy aquí para ayudarte. ¿Me permites hacerte unas preguntas?

La joven la observó con sus ojos cansados, aún rodeados por manchas de sangre seca en la frente. Asintió apenas.

—¿Escuchas voces? —preguntó la psiquiatra, con tono firme.

—Sí —respondió Jessica, con un hilo de voz—. Algunas me llaman por mi nombre… otras se ríen de mí.

—¿Te dicen que te hagas daño?

Jessica negó con la cabeza.

—No necesitan pedírmelo. Ellos… ya lo hacen por mí.

Loyda anotó rápidamente.

—¿Quiénes son ellos?

—Los que me rodean cuando cierro los ojos. No tienen rostro, solo sombras y dientes.

La psiquiatra la observó con un gesto clínico, sin mostrar sorpresa.

—Esto es típico de esquizofrenia paranoide —murmuró para sí misma.

Pero en ese instante, Jessica arqueó la espalda y sus pupilas se dilataron. Una voz gutural salió de su boca:

—¿Crees que soy un diagnóstico? ¿Crees que puedes encerrarme en tus papeles?

Loyda dejó caer el bolígrafo.

—¿Qué fue eso?

Clara gritó, corriendo a abrazar a su hija. Pablo comenzó a rezar. José, en cambio, activó de inmediato su grabadora, ansioso por captar la evidencia.

Jessica se desplomó sobre la cama, inconsciente.

La doctora, recuperando la compostura, cerró la libreta con un golpe seco.

—Es un cuadro psiquiátrico severo. Puede ser esquizofrenia con episodios psicóticos disociativos. Recomiendo traslado inmediato a un hospital.

Clara protestó con desesperación.

—¡No! ¡Ella no está loca! ¡No la encierre en un manicomio!

Pablo intentó mediar.

—Doctora, ¿y cómo explica las heridas? ¿Los estigmas?

Loyda lo miró con frialdad.

—Autolesiones. O psicosis conversiva. El cuerpo obedece a la mente perturbada. He visto casos.

José asintió, convencido. Pero el padre Pablo, con el crucifijo en la mano, replicó:

—Y yo he visto lo contrario.

Mientras la ciencia y la fe discutían, la Arquidiócesis Sagrado Corazón decidió intervenir. El caso ya era demasiado ruidoso, y temían que un supuesto milagro se convirtiera en escándalo.

Enviaron al padre Tarsiso Pérez, un hombre alto, de rostro adusto y ojos penetrantes. No tenía la dulzura pastoral de Pablo; en su lugar, irradiaba la dureza de quien había estado frente al mal antes y había sobrevivido.

—Soy el padre Pérez —se presentó sin rodeos—. Experto en fenómenos de estigmas y exorcismos. Estoy aquí por orden de mis superiores.

Pablo lo recibió con una mezcla de respeto y temor. José lo observó con desconfianza. Loyda, en cambio, apenas le dio importancia: para ella, solo era otro cura supersticioso.

El primer encuentro entre Tarsiso y Jessica fue tenso.

El sacerdote se acercó a la cama con un frasco de agua bendita.

—Jessica Quiñones, ¿me permites orar por ti?

La joven lo miró, sus labios temblando.

—Si cree que servirá… hágalo.

Tarsiso colocó el agua sobre su frente ensangrentada. Apenas la gota tocó su piel, Jessica gritó con tal fuerza que la ventana tembló. Su cuerpo se arqueó, y la sangre manó fresca de las heridas de la frente, como si las espinas invisibles se hundieran más.

—¡Quema! —rugió la voz grave que emergía de su boca—. ¡Aléjate de mí!

El padre Pérez no pestañeó. Siguió rezando en latín, con voz firme, mientras Clara lloraba y se cubría el rostro.

Pablo, en cambio, observaba con una mezcla de alivio y temor: ya no estaba solo en la lucha.

José, aunque horrorizado, grababa todo con su cámara.

Loyda se levantó indignada.

—¡Esto es abuso! ¡Sugestión inducida! Están reforzando sus delirios.

Tarsiso le lanzó una mirada severa.

—Doctora, si no cree, al menos no estorbe.

La noche cayó, y todos se reunieron en la sala para discutir.

—Hay que trasladarla —insistía Loyda—. Necesita medicación antipsicótica.

—No —replicó Tarsiso—. Lo que necesita es un exorcismo formal.

—¡Ridículo! —bufó la psiquiatra.

—¡Necesita paz, no experimentos! —gritó Clara, entre lágrimas.

José alzó la voz, harto de la disputa.

—¡Basta! Llevamos días con esto y nadie resuelve nada. ¿Por qué no dejamos que los hechos hablen por sí mismos?

Todos lo miraron en silencio.

Jessica, que había estado recostada en un sofá, abrió lentamente los ojos.

—Él no quiere que discutan —dijo con voz serena, casi dulce—. Quiere que lo escuchen.

Pablo tragó saliva.

—¿Quién?

La sonrisa de Jessica se ensanchó.

—El que ya está aquí.

Un viento helado recorrió la sala, apagando una de las velas.

Esa noche, José revisó sus grabaciones. En todas, además de la voz distorsionada de Jessica, se escuchaba otra más profunda, como un susurro lejano, casi imposible de captar.

Repitió el audio varias veces, aislando el ruido. Finalmente, pudo entenderlo:

“Non erit finis.”

—¿Qué demonios significa? —murmuró.

Buscó en su traductor: “No habrá fin.”

Apagó la grabadora, con el corazón latiendo fuerte. Por primera vez en su carrera, dudó de que todo tuviera explicación.




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