Los Estigmas y Demonios de Jessica

Capítulo 5: El Ritual

El permiso de la Arquidiócesis llegó con un sello rojo y un mensaje claro: “Autorizado el exorcismo menor. Procedan con prudencia.”

El padre Tarsiso Pérez convocó a todos en la sala aquella noche. Colocó una mesa cubierta con un mantel blanco, sobre la cual reposaban un crucifijo, un misal antiguo, un rosario y un frasco de agua bendita. Las velas encendidas proyectaban sombras inquietas en las paredes.

El padre Pablo Delgado, aunque nervioso, aceptó ser su asistente. Sabía que su fe sería puesta a prueba, pero no podía abandonar a Jessica.

La doctora Loyda Gómez observaba desde un rincón, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—Esto es una farsa peligrosa —gruñó—. Lo que necesita es haloperidol, no rezos medievales.

Tarsiso la ignoró con una calma que ocultaba su tensión.

—El mal no se trata con pastillas, doctora.

El detective José Roldán encendió su grabadora. No importaba lo que ocurriera, necesitaba pruebas. Sin embargo, en lo más profundo, no sabía si quería confirmar sus miedos o desmontarlos de una vez.

Jessica fue colocada en una silla de madera reforzada con correas, pues durante sus episodios la fuerza de su cuerpo era casi inhumana. Clara, su madre, lloraba en silencio mientras acariciaba las manos vendadas de su hija.

Tarsiso comenzó con una oración en latín. Pablo lo acompañaba, leyendo las letanías con voz temblorosa. La atmósfera se volvió más pesada, como si el aire mismo se espesara.

De pronto, Jessica abrió los ojos. Sus pupilas eran dos pozos oscuros.

—¿Creen que pueden echarme? —rugió con una voz gutural que no le pertenecía—. Ella es mía.

El padre Tarsiso levantó el crucifijo.

—Vade retro, Satana! ¡Aléjate de esta hija de Dios!

Jessica rió con un eco burlón. Su cuerpo se sacudió violentamente, haciendo crujir la madera de la silla.

Loyda se levantó indignada.

—¡Esto es abuso psicológico! ¡Están reforzando su delirio! —gritó, acercándose.

Pero en cuanto puso la mano sobre Jessica, la joven la miró fijamente y habló con una voz escalofriantemente calma:

—No intentes curarme, doctora. Tú también lloras por las noches, escondida en tu despacho.

Loyda retrocedió, helada. Nadie lo sabía: desde hacía meses, sufría un divorcio amargo que la había dejado rota.

—Eso… eso es imposible —murmuró, pálida.

Pablo apretó más fuerte el crucifijo, convencido de que aquello era una prueba de posesión real.

La tensión aumentó. El padre Tarsiso roció agua bendita sobre Jessica. Ella gritó con furia, arqueándose como si la piel se le quemara. La sangre volvió a brotar de su frente en forma de un círculo de espinas más profundo.

José, tras la cámara, sudaba frío. Lo que ocurría escapaba a todo lo que había visto como detective.

Fue entonces cuando Jessica giró la cabeza hacia él. Sus ojos, negros y brillantes, lo atravesaron como cuchillas.

—José… —susurró con una voz que ya no era demoníaca, sino la suya propia, dulce y cansada.

Él se congeló.

—¿Qué… qué quieres?

Jessica sonrió débilmente, aunque la sangre le corría por las mejillas.

—Tu hermano… no se quitó la vida. Fue empujado.

José dejó caer la grabadora. El recuerdo le golpeó el pecho: su hermano menor, muerto años atrás, había sido declarado un suicidio. Solo José había sospechado que algo no cuadraba, pero jamás lo compartió con nadie.

—¿Cómo… cómo sabes eso? —preguntó, con la voz quebrada.

Jessica lo miró fijamente, y sus labios temblaron.

—Él me lo dijo… desde el otro lado. Quiere que sepas que no fue culpa tuya.

José se derrumbó en la silla, con las manos en la cabeza. Nadie en la sala entendía lo que ocurría, pero su rostro mostraba un dolor real.

Pablo, impactado, dejó de rezar por un instante.

—Padre Tarsiso… ¿cómo pudo saber eso?

El exorcista lo miró con severidad.

—Porque no es ella quien habla.

La sesión se intensificó. Tarsiso continuó recitando oraciones, mientras Jessica se agitaba con más violencia. Su voz cambiaba constantemente: a veces la suya, a veces la de un hombre grave, otras la de un niño que lloraba.

Clara no soportaba más.

—¡Basta! ¡La están matando!

Tarsiso levantó la voz, imponiendo autoridad.

—No, señora. Es el demonio el que la mata lentamente. Nosotros tratamos de salvarla.

Jessica comenzó a convulsionar. De su boca salió espuma, y sus manos se crisparon como garras.

El padre Pablo, sudando, apoyaba a su superior, aunque a veces su voz se quebraba en mitad de las oraciones. El miedo lo carcomía, pero también la certeza de que no podía abandonar esa batalla espiritual.

De pronto, Jessica abrió los ojos de par en par y gritó con furia:

—¡NUNCA LA TENDRÁN!

Las velas se apagaron al unísono, dejando la sala en completa oscuridad.

Un segundo después, se escuchó un golpe ensordecedor en el techo, como si algo enorme hubiera caído sobre la casa. Clara chilló. José, aún temblando por la revelación sobre su hermano, apenas reaccionaba.

Tarsiso encendió una lámpara portátil que llevaba consigo. El rostro de Jessica estaba bañado en sangre, pero sus ojos ahora parecían tranquilos, como si una tregua breve se hubiera abierto.

Con un hilo de voz, susurró:

—Ayúdenme… por favor.

Cuando la sesión terminó, pasada la medianoche, todos estaban exhaustos.

La doctora Loyda se marchó indignada, asegurando que presentaría un informe contra la Iglesia por abuso. Pero su rostro delataba algo más: miedo.

El padre Pablo se arrodilló a solas en la capilla improvisada, rogando a Dios que le diera fuerzas.

José se quedó en silencio, con la grabadora en las manos, sin saber si agradecer o maldecir el mensaje que había recibido.

Y Jessica, débil, se quedó dormida en brazos de su madre. Pero mientras respiraba pausadamente, una sonrisa fugaz apareció en sus labios.

No era una sonrisa suya.




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