Los Estigmas y Demonios de Jessica

Capítulo 6: La Batalla de la Fé

La casa de los Quiñones se había convertido en un santuario y a la vez en un campo de batalla. La Arquidiócesis Sagrado Corazón había autorizado un ritual mayor de exorcismo, y todo estaba listo: la sala despejada, velas alineadas, crucifijos en cada pared y un aroma intenso a incienso que saturaba el aire.

El padre Tarsiso Pérez se situó frente a Jessica, con el libro ritual en la mano y voz firme:

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ordeno a toda presencia maligna abandonar este cuerpo.

El padre Pablo Delgado se arrodilló a su lado, sosteniendo su crucifijo con fuerza, aunque su respiración era entrecortada. La joven, con los ojos vendados por sus vendas ensangrentadas, temblaba violentamente.

José observaba desde un rincón, la grabadora en la mano, sintiendo que por primera vez en su vida estaba frente a algo que no podía explicar.

Loyda, a un lado, negaba con la cabeza:

—Esto es peligroso. ¡Podrían lastimarla de verdad!

Tarsiso la miró sin vacilar:

—Y tú, doctora, ¿prefieres que el demonio la consuma lentamente?

Desde el primer segundo, Jessica comenzó a convulsionar. La voz que emergía de ella ya no era humana: un eco profundo y burlón llenaba la sala.

—¡NUNCA LA TENDRÁN! —rugió el demonio—. ¡Ella es mía!

El padre Tarsiso levantó el crucifijo y gritó:

—¡Aléjate! ¡En el nombre de Cristo!

La sangre volvió a brotar de su frente, formando la corona de espinas más marcada hasta ahora. Cada gota parecía latir con vida propia, y el olor metálico impregnaba la habitación.

Pablo sostuvo la mano de Jessica con fuerza. Sus labios murmuraban oraciones mientras su fe era atacada. Una voz dentro de él comenzó a susurrar: “No puedes salvarla… eres débil…”

Sintió que la duda se filtraba en su corazón. Por un instante, temió fallarle a Dios.

Loyda, con las manos temblorosas, tomó un termómetro y un estetoscopio.

—Si la dejan así, podría sufrir un colapso cardíaco —insistió—. Esto no es espiritual, es físico.

El demonio pareció escucharla. Con un grito, Jessica se inclinó hacia atrás, como si intentara arrancar la energía de la doctora. Loyda retrocedió, aterrada, y por primera vez entendió que aquello escapaba a la lógica.

José, al ver la escena, sintió un nudo en el pecho. El mensaje de Jessica sobre su hermano había dejado cicatrices profundas en su interior. Ahora, enfrentando este caos, comprendió que su racionalidad no bastaría.

Jessica, entre convulsiones, lo miró de repente y susurró:

—José… todo lo que ocultas, todo lo que callas… debes perdonarte.

El detective tragó saliva, paralizado. La culpa de no haber salvado a su hermano pesaba sobre él desde hace años, y esas palabras lo atravesaron como un rayo.

—Lo… lo intento —balbuceó, con la voz quebrada.

El demonio rugió con fuerza. Jessica se arqueó violentamente hacia atrás, golpeando la silla que crujió bajo su peso. Cada palabra de Tarsiso y Pablo era respondida con insultos y amenazas, no solo contra ellos, sino también contra sus mentes y recuerdos más oscuros.

Al padre Pablo se le apareció la imagen de su hermano pequeño fallecido en un accidente que él nunca pudo prevenir. El dolor y la culpa se mezclaron con la fuerza del ritual. Sintió que sus manos temblaban y que la oración se le atascaba en la garganta.

—No… no puedo fallarla —murmuró, con lágrimas cayendo por sus mejillas.

Tarsiso lo tomó del hombro.

—Confía en Dios, Pablo. No dejes que él te manipule.

El demonio ahora parecía dirigirse a José. En su mente resonó la voz de su hermano: “Tú lo dejaste morir… me abandonaste…”

El detective gritó, tratando de cubrirse los oídos.

—¡Basta! —exclamó— ¡No es mi culpa!

Jessica, con un hilo de voz, agregó:

—Él necesita escuchar esto, José… necesita perdonarse.

La joven, débil pero consciente, transmitía un mensaje de esperanza en medio del caos: la batalla no era solo espiritual, sino también emocional. José sintió cómo su culpa se disolvía lentamente mientras respiraba hondo, enfrentando el dolor que había enterrado por años.

Tarsiso continuó recitando el ritual con voz potente. Pablo lo asistía, mientras Loyda se mantenía en silencio, temblando pero sin poder apartar la mirada. El demonio, consciente de que estaba perdiendo terreno, lanzó su última ofensiva: el cuerpo de Jessica se arqueó como si fuera un látigo, gritos imposibles salieron de su boca y la sangre de la corona de espinas fluyó con más intensidad.

El padre Tarsiso sostuvo el crucifijo frente a su rostro:

—¡En el nombre de Cristo, sal de este cuerpo!

El demonio chilló y, por un instante, todo pareció detenerse. Jessica respiró agitadamente, sus ojos volviendo a su color natural.

—Está… funcionando —susurró Pablo, exhausto.

José se acercó a ella, con lágrimas en los ojos.

—Gracias… por decirme la verdad —dijo, mientras sostenía su mano.

Jessica lo miró con una sonrisa débil.

—Nunca es tarde para perdonarse.

El ritual terminó al amanecer. La sala estaba en silencio absoluto. Jessica estaba agotada, con las vendas manchadas de sangre, pero con la mirada tranquila por primera vez en días. La corona de espinas ya no sangraba, aunque las marcas permanecerían como recuerdo de la batalla.

Clara abrazó a su hija con fuerza.

—Gracias a Dios… —susurró, entre lágrimas.

Tarsiso respiró profundo, apagando las velas.

—El mal ha sido contenido… por ahora. Pero debemos permanecer vigilantes.

El padre Pablo se arrodilló junto a Jessica, rezando en silencio. Su fe, aunque probada, había resistido.

José se sentó en un rincón, procesando lo ocurrido. No sabía si creía en milagros, demonios o casualidades, pero entendía algo importante: había un hilo de esperanza incluso en la oscuridad más profunda.

Y Jessica, por primera vez, respiró tranquila, sabiendo que aunque la batalla no había terminado, no estaba sola.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.