Los Estigmas y Demonios de Jessica

Capítulo 7: El Eco del Mal

La casa estaba en penumbras, solo iluminada por las velas que temblaban con cada ráfaga de viento que parecía provenir de ningún lugar. El ritual anterior había dejado a todos exhaustos, pero el mal no había desaparecido. Jessica, aún con la sangre seca en la frente y las manos vendadas, respiraba con dificultad. Su mirada era extrañamente intensa, fija en un punto más allá de la habitación.

De repente, su cuerpo se tensó. Sus ojos se volvieron negros como la noche, y la voz que salió de su boca no era la suya: era profunda, resonante, cargada de siglos de odio.

—No soy un simple demonio —dijo el ente a través de ella—. Soy el eco de todos los sacrificios, de todas las guerras y sangres derramadas en esta tierra.

José se quedó helado. Vio en esa mirada siglos de dolor y venganza acumulados, un odio que parecía capaz de arrastrarlo todo. Cada fibra de su ser tembló mientras escuchaba cómo el ente continuaba:

—El dolor humano, la culpa, la avaricia y el miedo son mi alimento. No busco solo a esta joven… busco corromperlos a todos, a quienes me rodean.

El padre Pablo comprendió de inmediato la magnitud de la amenaza. El mal no se limitaba a Jessica; estaba atacando sus mentes, su fe y su capacidad de resistir. Sintió un frío profundo recorrerle la espalda mientras imágenes de su hermano pequeño fallecido se mezclaban con sus propios errores pasados. La voz dentro de él le susurraba: “Nunca podrás salvarla… y tú eres culpable.”

José, atrapado entre incredulidad y miedo, sintió que el mensaje de Jessica sobre su hermano años atrás no era casualidad. El demonio ahora lo confrontaba directamente, como si quisiera que su culpa lo devorara. Cada recuerdo de su hermano muerto y de los momentos en que había fallado en protegerlo lo golpeaba con fuerza. Sintió que la respiración le faltaba, pero se obligó a sostener la mirada de Jessica.

—No… no permitiré que me destruya —dijo en voz baja, temblando, pero con determinación.

El ente se rió, un sonido que parecía surgir de las paredes mismas de la casa:

—Tu debilidad es mi poder. Tus miedos, mis aliados. ¿Crees que resistirás cuando todos tus secretos estén expuestos?

José cerró los ojos, recordó las palabras de Jessica: “Nunca es tarde para perdonarse”. Se obligó a respirar hondo, a enfrentarse a su propio dolor.

Mientras tanto, la doctora Loyda Gómez, que hasta ese momento había sostenido una postura escéptica, sintió cómo todo a su alrededor se quebraba. Las voces, los gritos, la sangre, la intensidad de lo que estaba presenciando la dejaron sin defensa. Su racionalidad no podía explicar la magnitud de lo que ocurría. Por primera vez, sintió miedo… y fe.

—Dios… —susurró con voz temblorosa—, si existes… ayúdame a salvarla.

El padre Tarsiso la miró con un leve asentimiento.

—Confía. Debemos creer para resistirlo.

Loyda cerró los ojos, se arrodilló y comenzó a recitar el Padre Nuestro, lágrimas recorriendo su rostro. Su voz, al principio temblorosa, ganó fuerza mientras sentía que algo la sostenía desde afuera, un poder que no podía negar. La psiquiatra, la científica escéptica, había encontrado por fin la fe.

El padre Pablo, viendo a Loyda orar, sintió un impulso de esperanza. La batalla no era solo física o espiritual: era también de voluntad y fe. Se obligó a concentrarse en su fe, recitando con fuerza las oraciones mientras sostenía la mano de Jessica y levantaba su crucifijo.

El ente, atrapado por la fuerza combinada de la fe de los presentes, empezó a gritar con furia, usando la voz de Jessica y distorsionándola:

—¡No podéis detenerme! ¡El dolor del mundo es mío!

Jessica, por un instante, parecía consciente. Sus ojos naturales reaparecieron entre los negros del demonio. Con voz débil, dijo:

—Padre… Tarsiso… ayúdenme… por favor…

El padre Tarsiso recitó las letanías más intensas, agua bendita rociando el aire, mientras el demonio chillaba y sacudía el cuerpo de Jessica. Las velas se apagaban y encendían solas, como si la energía del mal jugara con la luz.

José, observando todo, sintió la presión del demonio sobre su mente. Sus recuerdos más oscuros surgieron: la culpa por su hermano, los secretos que había guardado, los errores que creía irreparables. Sintió que su voluntad flaqueaba, pero entonces recordó el susurro de Jessica:

—José… debes perdonarte.

Respiró hondo, cerró los ojos y se permitió sentir dolor y compasión por sí mismo. Esa aceptación fue como un escudo; la voz del demonio perdió fuerza frente a su propia voluntad.

—No me manipularás —dijo con voz firme, abriendo los ojos.

El demonio, al ver la resistencia unida de todos, rugió con más fuerza, golpeando paredes y techos, intentando quebrar sus mentes. Sin embargo, la fe de Pablo, la fe recién descubierta de Loyda y la aceptación de José crearon un campo de resistencia que debilitó al ente.

Jessica, exhausta, pero con un hilo de lucidez, murmuró:

—No… me rendiré…

La sangre de la corona de espinas comenzó a secarse, y las marcas en su frente, aunque visibles, perdieron la intensidad del dolor. El demonio gritaba y su voz se distorsionaba, mezclando furia y desesperación.

Finalmente, con un último grito, el ente fue expulsado del cuerpo de Jessica. La joven cayó desmayada en los brazos de Pablo, quien la sostuvo con fuerza mientras lloraba de alivio.

El silencio llenó la sala. Todos estaban agotados, sudorosos, con la respiración entrecortada. Loyda cayó de rodillas, llorando, agradecida y transformada. Había dejado atrás su escepticismo y aceptado la existencia de algo mayor que ella.

José se acercó a Jessica y la miró con una mezcla de gratitud y respeto.

—Gracias por confiar en mí… —susurró.

Ella apenas pudo sonreír, agotada pero en paz.

—Nunca es tarde… para perdonarse —dijo con voz débil, repitiendo la lección que le había dado al detective.

El padre Tarsiso colocó un brazo sobre los hombros de Pablo.




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