Casilda, Santa Fe. Invierno de 2003.
La helada golpeaba los techos como si buscara entrar. Dentro de la casa, el silencio no era paz, era miedo contenido. La madera vieja crujía con cada paso del padre, que volvía borracho otra vez.
Esteban tenía apenas cinco años. Pero sus ojos no eran los de un niño.
Desde los dos años, su mente se había despertado con una conciencia ajena, madura, como si hubiese vivido ya demasiadas vidas. Esa noche, mientras sus hermanos dormían abrazados entre mantas delgadas, Esteban se sentó en la oscuridad, sintiendo el temblor en las paredes y el olor a vino que se filtraba desde la cocina.
El golpe llegó como siempre: una puerta abierta de un solo manotazo, una voz que se tragaba la noche.
—¡¿Dónde están esos mocosos?! ¡Les dije que no apagaran la estufa!
Esteban no se movió. Solo bajó la mirada. Pero dentro de él, algo se alzó.
Un murmullo, como viento entre piedras antiguas.
Una voz que no era suya.
Un idioma que no comprendía, pero que le dolía en los huesos.
Y entonces, cerró los ojos.
El mundo cambió.
Todo se volvió ceniza. Esteban ya no estaba. O mejor dicho, había caído dormido. En su lugar, una figura se alzó desde el rincón más oscuro del alma.
Pies descalzos de mármol agrietado.
Una armadura deshecha, brillando desde las grietas.
Ojos blancos como el juicio.
El padre se detuvo en seco al verlo. Algo invisible lo apretó por dentro. La figura caminó hacia él con lentitud, sin hablar. La casa entera pareció detenerse, como si la realidad contuviera el aliento.
—Tus manos han sembrado dolor —dijo la voz. Era una mezcla entre trueno y lamento.
El padre cayó de rodillas sin entender por qué.
No había golpes. No había contacto.
Solo... verdad.
Y la verdad pesaba.
Cuando Esteban despertó al día siguiente, su padre dormía en el suelo, empapado en sudor frío, balbuceando palabras sin sentido. No recordaba nada. O eso decía. Pero esa noche no volvió a levantar la voz.
Esteban se quedó mirando sus propias manos.
Temblaban.
No sabía qué había hecho.
Pero por primera vez, no sintió miedo.
Sintió algo peor.
Presencia.
Desde lo más profundo, una voz lo nombró:
—Esteban. Soy Tharion. Y ahora somos uno.