El día amaneció gris, como si el cielo mismo se hubiese agotado. Esteban se sentó a la mesa con sus tres hermanos. José María, el segundo, tenía cuatro años y hablaba sin parar. Eloy, de tres, apenas entendía lo que pasaba, y Gerardo, el más pequeño, aún usaba pañales. Todos compartían un plato de pan con mate cocido frío. La estufa a leña apenas respiraba.
—Anoche, papá se cayó solo —dijo José María entre mordiscos—. Como si alguien lo empujara.
Esteban lo miró sin decir nada. Había aprendido a callar.
—¿Vos lo viste? —preguntó su hermano, intrigado.
Esteban negó con la cabeza. No mentía. Él no había visto nada. Solo lo había sentido.
Afuera, el viento soplaba con violencia. La casa parecía protestar por su existencia. Su madre se movía como un fantasma entre los cuartos, sirviendo, limpiando, callando. Siempre callando.
Esa tarde, mientras los demás dormían la siesta, Esteban se sentó en el patio trasero. El cielo era una sábana de nubes bajas. Sus dedos acariciaban la tierra seca, buscando respuestas que no sabía formular. Cerró los ojos por un instante... y ahí estaba de nuevo.
Tharion.
—No soy un sueño, Esteban —susurró la voz dentro de su mente—. Soy el fragmento de una voluntad antigua. Fui puesto en vos porque fuiste elegido antes de nacer.
—¿Elegido para qué? —pensó, sin hablar.
—Para equilibrar lo que el mundo ha dejado podrido. Para castigar cuando la justicia duerme.
La imagen volvió: la figura encorvada de su padre frente a él, el miedo desbordando de sus ojos. Tharion no había levantado un dedo. Solo había mostrado lo que él era.
—¿Por qué conmigo? ¿Por qué tan chico? —preguntó Esteban, esta vez en voz alta.
—Porque solo un alma rota puede contenerme.
Esteban sintió un escalofrío.
—¿Y si no quiero?
Silencio.
Y luego, una respuesta:
—Ya estás marcado. La elección fue hecha cuando viste el primer golpe y no lloraste. Cuando abrazaste a tus hermanos en vez de correr. No sos un niño. Sos el umbral.
Desde la cocina, la voz de su madre lo llamó.
Era la hora de juntar leña.
Esteban se levantó, con el pecho apretado y las manos frías.
Algo en él había cambiado para siempre.
Pero sus hermanos aún no lo sabían.