La oscuridad había bajado temprano ese día. El cielo era una manta cerrada, sin luna, sin estrellas. En el barrio periférico de Casilda, las luces parpadeaban como si algo en el aire las perturbara.
Esteban caminaba solo. Tenía seis años, pero parecía mayor. Había salido a buscar a José María, que se había escapado tras una discusión con su padre. Lo encontró cerca del descampado, donde empezaba la vía. El hermano menor estaba acurrucado junto a un poste oxidado, con los ojos enrojecidos.
—Volvamos —le dijo Esteban, sereno.
—No quiero. No quiero estar más en esa casa. Tengo miedo.
Antes de que Esteban pudiera responder, lo sintió.
Una presencia. Fría, ajena.
No como su padre.
Peor.
Del otro lado de la vía, tres figuras emergieron de entre los pastos altos. No eran personas del todo. Sus cuerpos eran largos, delgados, como estirados por el odio. Sus ojos brillaban en blanco. Sonreían. Uno de ellos arrastraba una cadena oxidada; otro tenía cuchillas en los dedos. El tercero no tenía rostro.
Esteban retrocedió, poniéndose frente a su hermano.
—¿Qué quieren? —gritó.
Las criaturas no respondieron. Solo avanzaron.
Y entonces ocurrió.
El tiempo se quebró.
El aire se volvió denso. Las sombras dejaron de moverse como si estuvieran congeladas.
Desde dentro de Esteban, una explosión silenciosa se expandió. Un resplandor blanco emergió de sus ojos cerrados. Sus pies se elevaron unos centímetros del suelo.
Y lo imposible se hizo real.
Tharion descendió.
No caminó. No habló. Solo se manifestó, estallando desde el cuerpo de Esteban como si la carne no pudiera contenerlo más. Su forma era inmensa, hecha de mármol partido, con grietas de las que brotaba una luz sagrada. En su espalda, alas fracturadas flotaban suspendidas, formadas por fragmentos de piedra. Su espada —una hoja tan larga como él, envuelta en un vapor plateado— surgió de su brazo como una prolongación de su ser.
Las criaturas dudaron. Luego atacaron.
Tharion no esquivó. No huyó.
Respondió.
Con un solo movimiento, la espada trazó un arco de luz que cortó el aire. El primero de los demonios fue partido en dos, desvaneciéndose en polvo negro. El segundo saltó hacia él, pero la mirada de Tharion bastó: su cuerpo se petrificó en el aire y estalló en mil pedazos.
El tercero, el sin rostro, intentó huir. Pero la espada no perdona. Voló tras él como si tuviera voluntad propia y lo alcanzó en un instante, desapareciéndolo con un destello cegador.
El silencio volvió.
Tharion se giró hacia José María, aún acurrucado.
—No temas —dijo, su voz reverberando como un eco sagrado—. Mientras él me contenga, estarás a salvo.
Y luego, como una tormenta que se retira, la luz se replegó.
Esteban cayó de rodillas, jadeando.
José María lo miraba, con lágrimas en los ojos. No dijo nada.
Pero jamás volvería a verlo como antes.