CAPÍTULO 10: EL LIBRO DE LOS CAÍDOS
La semana posterior a la aparición de la profecía fue de silencio contenido.
Esteban dormía poco. José María mantenía la casa en orden como podía. Eloy y Gerardo no hablaban del tema frente a la madre, pero cada noche compartían miradas llenas de preguntas.
La señal llegó una tarde.
Gerardo, de camino al colegio, decidió cortar camino por detrás de la vieja parroquia de San Roque, cerrada desde hacía años tras un incendio. Allí, entre los escombros de la sacristía, algo lo llamó.
No supo explicar por qué, pero sintió una presión en el pecho, como si alguien invisible lo guiara. Y entonces, lo vio.
Un libro negro, cubierto de ceniza. Intacto.
Sobre la tapa, grabado con letras doradas en un idioma que no conocía, un símbolo: un ángel partido al medio por una lanza de luz.
Lo llevó a casa envuelto en su campera, temblando.
Cuando lo abrieron en la mesa del comedor, Esteban sintió a Tharion moverse dentro de él como si lo hubieran tocado con fuego.
—Ese libro… no debía estar en manos humanas.
—Es el "Codex Fragmentarii". El testamento de los que me desterraron.
José María comenzó a leer en voz alta las primeras páginas.
Las letras cambiaban mientras las leía, como si se tradujeran solas en su mente.
Allí estaba:
> “Hubo una vez un arcángel no nacido del Edicto, sino del Juicio. Su nombre fue Tharion, y en su llama no hubo compasión. Se le entregó la espada, el ojo, y el silencio eterno. Pero Tharion quebró la ley del Cielo: juzgó sin permiso.”
> “Fue por ello fragmentado, sellado en carne humana, condenado a despertar solo cuando la corrupción alcanzara el corazón de los justos.”
> “Y cuatro serían los testigos de su resurgir. Cuatro portadores del lazo. Si ellos sangran juntos, el Edicto se romperá, y la Guerra volverá a arder.”
Esteban sintió que el aire se volvía más espeso.
Eloy, que leía por encima del hombro de su hermano, murmuró:
—Somos los cuatro.
—Somos los testigos.
Gerardo levantó la vista.
—¿Pero testigos de qué? ¿De un castigo? ¿O de una liberación?
Tharion respondió:
—Aún no lo saben. Porque aún no eligieron.
—Yo fui creado para ejecutar justicia. Pero la justicia sin alma... es destrucción.
El libro contenía más: nombres de otros ángeles caídos, rituales antiguos, símbolos que ya habían visto en sueños. Había incluso dibujos de armas que Esteban reconocía sin haberlas visto jamás en la realidad.
Y, en las últimas páginas, un apartado titulado:
“Los Hijos del Silencio”
—Aquellos que buscarán destruir el lazo antes de que despierte la Luz Justa.
José María lo leyó en voz baja.
—Esto no termina. Recién empieza.
Esteban asintió, mirando el libro con una mezcla de respeto y miedo.
—Ya no podemos huir de lo que somos.
Y mientras la noche caía sobre Casilda, una sombra al otro lado del barrio abrió los ojos por primera vez en siglos.
Los Hijos del Silencio ya habían leído la misma profecía.
Y venían por los cuatro.