El lunes amaneció como cualquier otro.
El cielo de Casilda tenía esa mezcla de azul limpio y nubes bajas que anunciaban calor. Esteban había insistido en que debían mantener la rutina, que no debían levantar sospechas.
—Si nos escondemos, nos vuelven vulnerables —dijo.
Así que fueron los cuatro al colegio.
Cada uno en diferentes horarios, en diferentes rutas. Caminaron entre gente. Fingieron normalidad.
Eloy fue el primero en notar algo extraño.
Iba con Gerardo por la calle Buenos Aires, rumbo a la secundaria, cuando lo sintió: un silencio súbito. Como si el viento hubiese sido apagado. Como si el mundo hubiera contenido la respiración.
—¿Escuchás eso? —preguntó.
—¿Qué cosa?
—Justamente… nada.
Un perro ladró una sola vez. Luego, un estallido.
La pared de una panadería explotó hacia afuera, como si algo hubiese salido de ella.
Y entonces lo vieron.
Un hombre alto, completamente cubierto con una túnica gris, sin rostro visible, avanzaba con pasos imposibles de oír. Donde pisaba, las plantas morían.
Gerardo intentó retroceder, pero el suelo se volvió pegajoso, como si estuviese caminando sobre alquitrán.
Eloy gritó:
—¡¡Esteban!!
Esteban ya corría desde el otro extremo de la cuadra. José María venía con él, respirando fuerte.
El encapuchado levantó una mano. De ella salió una ráfaga negra, un viento que quemaba el aire. José María rodó por el piso, pero Esteban la bloqueó con el antebrazo, que comenzó a arder.
—¡Tharion! ¡Ahora!
La transformación fue inmediata. Los ojos de Esteban se volvieron dorados, su voz se duplicó con eco. Una armadura blanca como mármol apareció sobre su cuerpo, y una espada luminosa se materializó desde su espalda.
Pero el encapuchado no se inmutó.
—Hemos esperado siglos por vos, Fragmentado.
—Y por ellos.
Se giró hacia Gerardo. Hizo un gesto. Una sombra salió de la pared rota y lo atrapó por el tobillo. Eloy, sin pensar, usó su luz. La sombra chilló y se desintegró.
José María volvió a levantarse, esta vez con el cuerpo vibrando.
Sus ojos se encendieron brevemente.
No era solo Esteban el que estaba despertando.
—¡No somos los mismos! —gritó, y corrió hacia el enemigo.
El encapuchado esquivó con una fluidez no humana, pero José María lo alcanzó con un puño en el abdomen que resonó como metal golpeando hueso antiguo.
Tharion se adelantó. Su espada cruzó el aire y arrancó parte de la túnica.
Debajo no había carne, sino humo, envuelto en cadenas.
—Es un Esclavo del Silencio —dijo Tharion—.
—Uno de los muchos que vendrán.
El encapuchado retrocedió, herido, y dejó caer un trozo de tela con un símbolo: un círculo con cuatro puntos unidos por una cruz invertida.
—Vendremos por ellos. Uno por uno. Hasta que sangren juntos.
—Y entonces, vendrá el Juicio Final.
El cuerpo estalló en niebla negra.
El silencio volvió a la calle, rota, llena de polvo y vidrios.
Nadie salió. Nadie vio nada.
El ataque había sido invisible para el mundo.
Eloy se acercó a Esteban, temblando.
—¿Esto es solo el principio?
Esteban no respondió. Tharion sí.
—Ya están marcados. No hay escondite. Solo batalla.
Y los cuatro hermanos, por primera vez, sintieron que vivir en la oscuridad ya no era una opción.