La noche siguiente a la emboscada, los hermanos no durmieron.
El patio de la casa estaba en silencio, salvo por el crujido de la soga de la hamaca, movida por un viento tibio. Esteban limpiaba su espada —que aparecía y desaparecía con la voluntad de Tharion— mientras Gerardo garabateaba símbolos del Codex en una libreta escolar.
Eloy apenas podía dejar de temblar. José María lo acompañaba en la cocina, sin hablar.
Fue entonces que golpearon la puerta.
No una vez. Tres golpes, espaciados, como una señal.
Esteban se levantó con los músculos tensos. Los cuatro hermanos se reunieron detrás de la puerta. No sentían presencia maligna, pero sí algo raro.
Abrió.
Un hombre de unos cuarenta años, alto, delgado, con el rostro cubierto por una bufanda gris y un sombrero oscuro. Su abrigo era azul profundo, con bordados que parecían moverse bajo la luz.
—Buenas noches. No se asusten. No vengo a luchar.
—Vengo a advertirles. Y si me lo permiten… a enseñarles.
Esteban dio un paso adelante, la espada medio invocada.
—¿Quién sos?
El hombre se quitó el sombrero con una leve reverencia.
—Pueden llamarme Azarel.
—Fui discípulo de un Fragmentado hace más de cincuenta años.
—Y sé que no tienen tiempo para confiar. Pero les aseguro algo: yo vi morir a un portador como vos, Esteban. Y no pienso ver caer otro.
Los hermanos intercambiaron miradas. Tharion se manifestó en la voz de Esteban.
—Azarel. Nombre antiguo. ¿Quién fue tu maestro?
—Seraphor, el Fragmentado del Norte. Murió en 1971, en Jujuy.
—Yo era apenas un adolescente. Vi cómo los Hijos del Silencio lo rodeaban. Vi cómo peleó solo porque nadie creyó en su existencia.
El aire se volvió más denso.
—No estoy acá para reemplazar. Ni para liderar.
—Solo para que no cometan los mismos errores.
De su abrigo sacó un pequeño pergamino sellado con cera dorada. Lo extendió.
—Esto contiene la localización de una cápsula oculta: un refugio de portadores, con armas, textos antiguos y símbolos no registrados en el Codex Fragmentarii. Solo puede ser abierto si los cuatro están presentes.
José María lo tomó con cuidado.
—¿Por qué ayudarnos ahora?
Azarel miró al cielo.
—Porque los Hijos se están moviendo más rápido de lo esperado.
—Y porque hay algo que ustedes aún no saben: Tharion no fue el único Fragmentado que sobrevivió.
—Pero no todos están del lado correcto.
El silencio fue inmediato.
Eloy susurró:
—¿Hay otros como él? ¿Como Esteban?
Azarel asintió.
—Sí. Y uno de ellos ya fue liberado. Pero no busca justicia. Busca venganza.
Y con eso, Azarel guardó el sombrero, dio un paso atrás, y desapareció entre las sombras del pasillo, como si la noche se lo tragara.
El pergamino brilló brevemente en la mano de José María.
La guerra acababa de escalar.
Y los Fragmentados no eran tan pocos como creían.