Durante el día, parecía una cabaña rural más, perdida entre los campos al sur de Villa Ángela.
Pero al caer la noche, los hermanos la transformaban en algo más.
Un bastión. Un templo. Una trinchera celestial.
Azarel marcó el suelo con sal de obsidiana y óleo bendito.
José María tallaba sellos antiguos en la madera de las paredes, siguiendo los diagramas del Fragmentarium.
Eloy, ingenioso y preciso, reconectó el generador para alimentar los dispositivos de seguridad.
Gerardo se encargaba de adaptar viejos muebles para cubrir ventanas y reforzar las puertas.
—No es solo magia —decía Azarel—. También se trata de hacer del miedo algo útil.
—Malgareth vendrá por la niña. Pero no se llevará nada sin pagar el precio.
Esteban, mientras tanto, entrenaba con Lucía.
—Conocé tu fuego —le decía—. No lo temas. No te arde porque es parte de vos.
Lucía aprendía rápido. Aunque aún temblaba al oír el nombre de Kael, el ángel dentro de ella comenzaba a manifestarse en sueños, en pequeñas visiones que luego se repetían al despertar.
Una noche, al ensayar una línea de protección, Lucía tocó una de las marcas con los dedos y la energía respondió.
—Esteban… ¿esto lo hiciste vos?
—No —respondió él, asombrado—. Eso fue todo tuyo.
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La tensión crecía a medida que los días pasaban.
Una madrugada, los cuervos regresaron.
Docenas. Silenciosos. Observando desde los árboles.
No se movían. No comían. Solo esperaban.
—Son heraldos de Malgareth —explicó Azarel—. Ven con sus ojos.
—No podemos movernos. Tenemos que hacer que este lugar aguante.
José María, inquieto, improvisó un sello mayor en el patio central: un círculo de siete puntas, con runas arcanas que brillaban tenuemente al anochecer.
—Esto lo sellará todo… o lo romperá todo si no lo hacemos bien.
Esa noche, por primera vez, los cuatro hermanos durmieron en el mismo cuarto.
No por miedo.
Por unidad.
Lucía los observaba desde su colchón.
—¿Siempre estuvieron así de unidos?
Gerardo se rió suavemente.
—No. Pero supongo que los demonios ayudan.
Y entonces, en la penumbra, Esteban dijo en voz baja:
—Mañana puede que no tengamos otra noche como esta.
—Pero si vienen… nos van a encontrar juntos.
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A lo lejos, en un campo abandonado, una figura observaba desde la oscuridad.
Malgareth.
Sus ojos violetas brillaban entre los árboles.
La cabaña… ya no era solo un refugio.
Era una amenaza. Una chispa demasiado brillante para dejar encendida.
—Vendré por ella —susurró en voz antigua—.
—Y cuando lo haga…
—Los haré recordar por qué caí.