De entre las sombras del palo borracho surgieron dos personas. La luz blanca de los faroles los alumbró un segundo y ella, riendo, corrió hasta detrás del sauce. Él avanzó con paso lento y retiró la cortina de hojas. Se detuvo frente a sus ojos. La risa de ella se apagó. Él le quitó los anteojos, en silencio. Sólo se oía el ruido lejano de la avenida y la lejana música pesada que los había acompañado hasta hacía unos minutos.
Ella fue ligeramente consciente de que el parque estaba desierto salvo por los dos. Luego, dejó de ser consciente. Se perdió en esos ojos tan profundos y poderosos, cayó en su hechizo. Los de ella comenzaron a cerrarse y sus bocas se unieron.
No era un beso.
Él no abandonó su indiferencia en ningún momento. Ni siquiera cuando ella dejó de sostenerse por sus propios medios y solo el contacto la mantuvo en pie. Ni siquiera cuando cayó, ya sin vida, al suelo.
Tan solo evitó pisar el cuerpo y siguió su camino.
Siempre lo hacía.
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Editado: 08.04.2025