Los frutos malditos

Capítulo 1: Alguien nuevo (parte 1)

Helena se despertó abruptamente y miró en derredor, secándose instintivamente la comisura de los labios. Apenas pudo enfocar los ojos se encontró con los pardos de Dante, que le indicaban incómodamente hacia el frente. Fontana ya estaba acomodando los libros y fichas con los que daba clases. Helena se volvió hacia él, frotándose los ojos.

―¿Me podrías haber avisado, ¿no?

―¿Por qué te pensás que te despertaste? Te estoy llamando y sacudiendo desde que entró.

Helena se rascó la cabeza y bostezó, aún no del todo despierta.

―Perdoname, gracias ―respondió, haciéndole una amistosa caricia en la espalda a través del pasillo entre los pupitres.

No se dio cuenta del estremecimiento de Dante ante el inocente contacto, ni de que él se quedaba mirándolo con una sonrisa boba.

Helena Lobatti tenía el pelo negro, largo y enrulado; cuando lo usaba suelto, como ahora, le llegaba a la cintura. Sus ojos, del mismo negro que el pelo, estaban rodeados por espesas y oscuras pestañas. Dante se perdía en estos rasgos más seguido de lo conveniente.

A pesar de eso, él era su mejor amigo. Durante cuatro años y lo que iba del quinto, solo su mejor amigo. Siempre pendiente. Tan pendiente que adivinó en el movimiento del estúpido de Ruiz que estaba por hacerle otro de sus chistecitos estúpidos.

―Si la loba duerme de día, ¿qué estuvo haciendo de noche?

―Dibujé, tarado ―respondió Helena riendo.

En lugar de llamarla por el apellido, como se llamaban casi todos entre sí, a ella le habían inventado el apodo de "Loba". A Helena le resultaba simpático: después de todo, a Melgarejo le decían Melga y Bati a Batallán. Pero Dante sabía, porque escuchaba las conversaciones en el recreo, y sobre todo por el grafitti que no sabía cuál de estos degenerados había hecho en el baño, que el apodo tenía otras connotaciones. Helena era demasiado inocente. Dante decidió recuperar su atención, con los dientes apretados y una mirada asesina a Ruiz.

―¿Dormiste?

―Me acosté tarde. Me quedé dibujando. Tendría que haber estudiado...

―Yo no te puedo decir nada. Estuve con la Play hasta tarde.

―¿Se acordará de que iba a tomar hoy?

―Lobatti ―La voz de Fontana. No era posible. No justo a ella. No justo hoy, que no estaba preparada―. Venga. Tengo que pedirle dos favores.

―Sí, profe, voy.

Aliviada, se levantó. Llegó hasta la profesora acomodándose la larga pollera y parándose derecha.

―El primer favor que voy a pedirle, Lobatti ―la miró Fontana―, es que no duerma en mi clase.

Helena sintió el fuego subiendo hasta sus mejillas.

―En serio. Tiene la clase de química, que es mucho más adecuada.

Helena rio, avergonzada. Fontana la gorda y Fontana la flaca, la profesora de química, eran hermanas y se gastaban bromas constantemente por medio de los alumnos. Esto la relajó.

―Segunda cuestión: llame por favor al preceptor, porque... A ver, espere ―Se dirigió a la clase―. Chicos, ahora va a venir Guillermo porque hoy llega un alumno nuevo... Aunque ya estemos promediando abril... ―Carraspeó con desaprobación y miró a la puerta―. Ah, ahí están. Pase, pase, Guillermo.

El preceptor entró al aula seguido por un chico. Cargaba su mochila negra del lado derecho y caminaba con la cabeza ligeramente inclinada.

―Gracias, profe. Hola, chicos. ―Guillermo sonrió, aparentemente algo incómodo―. No sé si la profesora les dijo ya... Ah, sí. Bueno, él es Hervé Manath. Hervé, dije bien, ¿no?

El chico lo miró apenas y asintió. Guillermo comenzó a explicar el porqué de la inclusión tan tardía en el colegio y Helena estudió al chico nuevo. Se veía arisco. Tenía pantalones negros y una remera del mismo color, con el símbolo de lo que parecía ser una banda, tan borroneado que no podía leerse. Una campera de algodón negra. El flequillo negro, enmarañado, le caía sobre los ojos y los tapaba con su sombra.

Helena estaba intentando descifrar qué había debajo de esa maraña cuando, de golpe, el chico la miró directamente. Se sobresaltó, incapaz de apartar la vista, repentinamente atrapada por sus ojos grises. Eran de un color oscuro, metálico; el color del hierro. Sintió que su mirada la invadía, profunda e implacable; se sintió avasallada. Los oídos comenzaron a zumbarle con un silencio sordo. No podía moverse. Ni apartar la mirada de esos ojos fríos y fascinantes. Entonces, él desvió la vista con una expresión de hastío y Helena respiró.

―¡Lobatti!

Por su tono y por las risas mal disimuladas de sus compañeros, se dio cuenta de que no era la primera vez que la llamaba. Fontana le señaló su asiento con insistencia y ella, abochornada, fue a sentarse. Dante la miraba, pero no se percató de ello. Ni de los chiflidos de sus compañeros que le hacían burla. Se sentía extraña, como si ese chico nuevo hubiera hurgado dentro de ella más de lo que estaba dispuesta a permitir.

―Bueno... Hervé tiene la misma edad que ustedes ―continuó Guillermo― pero no viene de una escuela técnica, así que ayúdenlo, ya que entrar en industrial en quinto año no es... ―Buscó la palabra― sencillo.

Helena volvió a mirar al chico nuevo. Ahora, que no la miraba, no ejercía sobre ella ninguna de las turbulentas emociones que acababa de provocarle. ¿Qué había pasado? ¿Qué tenía de especial ese chico, de apariencia tan hostil y antipática? Nada. No era mucho más alto que ella, iba todo de negro, desprolijo... Bueno, no exactamente desprolijo. Desgreñado. Pelo negro, una nariz recta que no llamaba la atención. Una boca. Realmente no tenía nada.

―¿Qué te pasó? ―susurró Dante, acercándose a ella.

No sabía, pero ya no le pasaba. Helena pensó en la sensación de embotamiento, de mareo, la extrañeza.

―Me debe haber bajado presión.

Sí, eso debía ser. Le había bajado la presión. Dante asintió, relajado.

―Hervé, tenés ahí un asiento detrás de Gitter. Podés sentarte.

El chico nuevo acomodó la mochila sobre su hombro y caminó unos pocos pasos hasta el asiento detrás de Dante. Todos lo siguieron con la mirada mientras se sentaba, echaba la mochila al suelo y se quedaba allí, ensimismado.




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