Los frutos malditos

Capítulo 2: La coraza

Pasadas casi dos semanas, todavía no hablaba con nadie. Cada mañana se hundía en su banco y tomaba apuntes. Se iba para almorzar y en las tardes intentaba no compartir su computadora. No hablaba más de lo estrictamente necesario y, si en algún momento alguien hacía el intento de iniciar una conversación, le contestaba con desgano. La de rulos de la plaza lo había saludado un par de veces, pero él había fingido no verla. En los recreos, con los auriculares puestos, se dedicaba a estudiar distintas zonas del colegio, para hacerse una idea de las posibles vías de escape. Sabía que sus compañeros hablaban de él, los había oído, y no le interesaba. Había sido así en cada escuela. Nunca había tenido amigos.

Un ruido le llamó la atención. Por la puerta, pasó raudamente el chico que se sentaba delante de él en clase. Gitter, se llamaba. Dante. Era zurdo, alto, popular y sacaba malas notas. Tenía una espalda enorme, los brazos gruesos y el cuello ancho. Las orejas algo separadas podrían haberle dado un aspecto gracioso si el conjunto no hubiera resultado imponente. Llegado el caso, él no sería una presa fácil. La de rulos, su amiga, sí. Era pequeña y delicada y le gustaba estar sola; eso siempre era una ventaja. Ruiz, el que se sentaba detrás de ella, a su lado, se hacía demasiado el chistoso. No parecía muy fuerte. Aunque seguramente notarían su ausencia. También había una chica en el fondo que hablaba a los gritos y parecía muy estúpida, de quien no tenía idea del nombre, y estaba el chico que se sentaba al frente, tan rubio que parecía canoso, casi tan antisocial como él. Delicado, frágil y siempre solo, él sí sería una presa fácil. De ser necesario, podría empezar por él.

Se rio solo, de pronto. ¿Amigos, él? Identificaba sólo a cinco compañeros, y a cuatro acababa de analizarlos como potenciales presas. No era bueno crear lazos. Y llevaba demasiado tiempo entrenándose en ser detestable, no le salía ser de otro modo. Volvió a enfrascarse en la computadora. Le inquietaba la cantidad de tiempo que necesitaba usar una en esta escuela, dado que él no tenía. Toda la vida la había pasado con la nariz metida en los libros, y para el bachillerato le bastaba con visitar una biblioteca o usar la de Mario. Pero prefería recurrir a libros, cosa que solía darle a sus profesores un cierto plus de satisfacción. Sin embargo, había entrado en una escuela técnica y necesitaba la computadora todo el tiempo; la autorización de usar la sala de informática cuando estuviera libre estaba empezando a ser insuficiente. Quizás, la decisión de ir a la escuela que más cerca le quedaba de su casa, esta vez, había sido mala.

Abrió una página con fondo negro, y vio reflejada en el monitor su cara, bajo el rayo del sol. Un chico huraño y arisco, escondido detrás de su pelo enmarañado, vestido de negro. No le gustó lo que veía.

Gitter volvió a pasar delante de la puerta en sentido contrario y, esta vez, se asomó al aula. Metió la cabeza y miró alrededor. Puso sobre él su mirada cálida y Hervé no vio en sus ojos la aprensión que solía ver en los de los demás.

―Nuevo, ¿la viste a Helena?... Pelo negro, rulos. Se sienta al lado mío.

― No ―respondió, volviendo a mirar el monitor.

―Bueh. Se debe haber ido a casa... ―Gitter miró el salón, acomodándose el pelo castaño detrás de la oreja―. Ya no hay nadie, ¿por qué estás acá todavía?

¿Por qué no se iba de una vez?

―Estoy.

―Sí, ya me di cuenta de que estás. Te pregunté por qué.

―Cosa mía.

Con esto debía bastar para que lo dejara en paz. Asumió que el chico popular se iría en silencio, o se enojaría. Por eso lo descolocó escucharlo reír.

―Upa, negro, sos totalmente insoportable. ¿Te aguantás, vos, a vos?

Hervé se quedó mirándolo, sorprendido ante su frontalidad.

―Y bueh, boludo, si sos un bestia en la cara de la gente, te lo van a decir en la cara también.

Tras un breve silencio, Hervé parpadeó.

―Nunca me lo dijeron en la cara.

―¡Ja! Qué poco huevo tiene la gente, ¿no?

Dante se rio abierta y campechanamente. Era una risa agradable y sincera que obligó a Hervé a forzar sus comisuras para que no se movieran.

―Hablando de cagones, Nuevo... No vayas a fumar al pasillito que va de la terraza a la escalera. Si te agarran fumando ahí te suspenden.

Durante un rato, Hervé no respondió, pero finalmente pudo más su curiosidad.

―¿Qué tiene que ver eso con cagones?

―¿Eh…? ¡Ah! Ni idea. Se me ocurrió.

Dante espió la pantalla y Hervé tuvo el impulso de impedírselo, aunque sólo fueran páginas técnicas sobre lo que estaban viendo en Programación. Pero se controló porque generaría preguntas y el chico no se iría.

―Si te vi yo, y te vio Melga, te puede ver también Guillermo. Que es el preceptor. Andá abajo. Al final del patio. ¿Viste donde empieza el edificio viejo? Girás a la derecha y hay un... cobertizo, le dice Hele. Ella tiene esas palabras. Es como un... Quéssseyó qué es, lo usan de garaje, pero nunca hay autos. Bueh, un lugar con techo.

Un cobertizo.

―Ahí no van nunca. No va nadie.

―Okay.

El celular de Dante vibró y lo agarró, ansioso. Chasqueó la lengua y volvió a guardarlo.




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