El viernes, el reloj despertador sonó, como siempre, a las seis y media. Como siempre, Hervé lo apagó. Como siempre, dio algunas vueltas más en la cama antes de despertarse del todo. Un rato más tarde, ya estaba duchado y despabilado. Como siempre, fue hasta la cocina y se preparó un café. Agarró unas galletitas de agua, saludó escuetamente a Mario y se llevó el desayuno a su habitación. Se vistió lentamente y se vio en el espejo que estaba en la pared, sobre su escritorio: aspecto aceptable.
Como siempre, a las siete y cuarto tomó su mochila y salió a la calle. Caminó hasta la escuela. Llegó a horario.
Pero, esta vez, Dante lo estaba esperando.
―¡Manath!
Se saludaron con un apretón de manos, que a Hervé le pareció extraño por la falta de costumbre. La mayoría de los compañeros se dio vuelta hacia ellos y los miró. ¿Gitter estaba saludando al raro?
―No me digas ―Dante le puso una mano en el hombro―: Ganó el peine.
―¿Qué?
―Te peleaste con el peine, ¿no?
Ah. Debía ser un chiste. Pelearse con el peine, porque su pelo siempre estaba revuelto. Hervé intentó una sonrisa. Dante se rió abiertamente y le dio un golpe en la espalda que lo arrojó hacia delante. Por lo menos había captado un código social.
―¿Qué tenemos ahora?
Hervé abrió su carpeta. En la primera hoja, rodeado de dibujos y garabatos pero obsesivamente prolijo, había un horario hecho en birome negra. ―Contabilidad.
―Ah, sí. El viejo de mierda. A ver, bancá que... ¡Hele! ¡Hele, vení!
Helena se despidió del chico con el que estaba hablando para acercarse. No, momento: ¡Era una chica! Debía ser la que le había mencionado Dante, que parecía un varón. ¿Cómo se llamaba?
―Vení, Hele ―Dante la abrazó―. Manath, le presento a la señorita, aquí a mi lado, Helena Lobatti...
―Hola… ―dijo ella con suavidad.
―Hola ―respondió, aún algo arisco. No le había caído mal en la placita, pero la había evitado desde entonces, y oír su nombre tantas veces el día anterior había hecho que le tomara antipatía. Se había hartado de ella sin siquiera conocerla.
―¡Aprendiste a saludar! ―sonrió ella inesperadamente, con una ceja enarcada―. Esta escuela es muy buena.
¡Oia! ¿Qué había pasado? ¿Sarcasmo? ¡La chica hablaba su idioma! La vio bajo una nueva luz. Quizás no la había engañado con su distracción fingida, después de todo. Quizás era más inteligente de lo que parecía, todo rulo y pollera.
―Aprendí ayer ―contestó, y se midieron con una sonrisa competitiva―. Después de clase.
Dante miró alternativamente a uno y a otro.
―No entiendo. ¿Qué pasó?
―Manath, que aprendió a saludar ayer ―le respondió ella con dulzura―. ¿Qué tenemos ahora?
―Contabilidad –respondió Dante.
―Ah, sí. El viejo de mierda.
―¡¿Hele, una palabrota?!
―No me gastes. Se la merece.
―Veo que les cae muy bien a los dos.
―Lo odio. Lo odio lo odio lo odio.
―Lo odia ―aportó Dante―. Vos viste como trata a todo el mundo, es un pesado el viejo.
Hervé trató de hacer memoria.
―No me acuerdo cuál es.
―Un pelirrojo.
Recordó vagamente a un viejo repelente que había humillado públicamente a Helena por llegar tarde a clase. Tenía pelo rojizo, quizás. Más bien marrón, pero sería él.
―Ah, sí.
―A Hele la odia, no sé por qué. No es bueno con nadie, pero...
―¿Con nadie? A vos te ama.
―Yo te juro, Hele, que no es mi culpa. Repruebo siempre. ¡No le estudio nun-ca!
Helena se rió y Hervé se permitió una leve sonrisa, sintiéndose algo extraño, como el que se ríe de un chiste que hace alguien en el subte. Ella hizo puchero.
―Le debés gustar, al viejo.
―Helena, por favor ―la reprendió Dante, repentinamente serio.
Ella lo abrazó.
―Pero si sos todo alto, y con el pelo así, y este cuerpazo... ―Dante fue sonriendo y sacando pecho, complacido―. Serías un gran mancebo.
Hervé miró a Helena, incrédulo. Dante seguía sonriendo, orgulloso ante la atención de ella.
―Je ―dijo―. No sé qué es un mancebo, pero gracias.
Conteniendo la risa y sin mirarlo, fue Hervé quien respondió ante la sonrisa contenida de Helena.
―Es como un... esclavo... sexual. Un amante más joven.
―¡Helena! ―Su tono nuevamente de reprimenda.
Ella rió a carcajadas, una risa cristalina y liviana, y volvió a abrazarlo. No parecía darse cuenta en absoluto del efecto que tenía sobre él. De cómo él se suavizaba cuando ella lo tocaba. De cómo su respiración se aceleraba y su cara se ponía más roja. ¿Realmente sería tan inocente como había dicho Dante el día anterior? Porque parecía serlo.
Algo muy curioso sobre Hervé era que podía leer muy bien a la gente, desde afuera. Era un conocimiento imprescindible de cazador. Podía interpretar con el gesto más ínfimo si estaban confiados, si querían irse, si estaban cómodos, excitados o tenían miedo. Lo había estudiado en muchos libros de lenguaje corporal. Pero era totalmente analfabeto a los más básicos códigos sociales, y no entendía cómo sentían. Claro que, hasta ahora, su interés en la interacción social ―salvo cuando estaba de cacería― había sido para alejar a la gente, y no para acercarla.
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Editado: 08.04.2025