Los gatos negros de Londres

Capítulo 4. Quien nunca ha visto una pantera, ve un gato y sale en carrera

Una cadena de autobuses me llevó hasta los entramados del Soho y una vez allí, hasta el nido de la bestia. El Leviathan aguardaba para mí imponente y serio, pero leal, como aquella mujer a la que desdeñas pero luego siempre te espera cuando necesitas calor.

Necesitaba ese calor ahora mismo. Necesitaba rodearme de personas despreciables para sentirme un poco más apreciable que el resto, para destacar como la mosca más limpia que estaba condenada a esa mierda. Y me sentí un poco mejor cuando la piraña me dedicó un parpadeo de colores y la puerta cedió ante mí, proporcionándome la mirada de bienvenida de River, de Colibrí, de Camaleón y de una infinidad más de bellezas maltratadas justo delante de aquella guerrera: Leona Walker.

El Leviathan poseía a estas horas un ambiente de tranquileo y decaimiento insustancial, contribuyendo a crear un aire denso y cargado por parte de todos los canutos que se estaban fumando. Ese humo tan sociable se instaló en mis fosas nasales en cuanto entré y me invitó a formar parte de aquella enrarecida comunidad de parloteo, que ahora mismo se hallaba anestesiada por una música calmada y baja.

Con la luz solar la bestia permanecía dormida, inofensiva; no más que unos cuantos underdogs llenando el pub disimuladamente para atraer a una clientela que tan pronto estaría tomándose unas cervezas por el día como estaría alimentando la locura del alcohol por la noche.

—¡Hombre, Gato! —Roja alzó la voz desde el piso superior, asomando su fogoso pelo llameante por la barandilla. Aquella joven sagaz, coqueta y carismática. Y usualmente sin ropa; así es como la conocía mejor. Una de las pocas underdogs en quien confiar—. ¿Te animas a jugar a algo?

—¿A qué quieres que te gane?

—¿Una partida de dardos? El que pierda invita a una ronda de nieve, dicen por ahí…

—¿Tan necesitados estáis de invitarme a un tiro? —pregunté con una media sonrisa soberbia, aceptando la invitación.

Crucé el pub atravesando la pista de baile apagada y haciendo escala en la barra para pedirme un gin-tonic suave. El Leviathan estaba decorado con una temática oceánica y una iluminación intencionadamente pobre, mezclando un mobiliario rústico semejante al de un barco en el piso superior con la iluminación retro-futurista de la barra y la zona de baile. Haciendo honor a su poderoso nombre de criatura marina, las paredes estaban decoradas con tentáculos gigantes de plástico que sobresalían entre las ventanas de ojo de buey, que ofrecían sus ventosas para apoyar los vasos y servir de ceniceros. Así que estaban llenas de papeles, líquidos enigmáticos, chicles repegados, colillas y otro tipo de mierdas que los clientes habían logrado no tirar al suelo misteriosamente. Y como limpiarlas era un suicidio, la tripulación del barco nos dedicábamos a verlas crecer y crecer como si se tratara de la historia de su mástil.

Unas escaleritas se dirigían a un piso superior muy poco superior (si eras alto podías darte con el techo desde la planta baja) que sepultaba los baños y que albergaba una serie de sofás y mesas para sentarse, además del tenebroso entramado de pasillos y reservados que eran testigos de tantos gemidos y agitaciones nocturnas. Aquellas habitaciones privadas habían cobijado a parejas fabricando amor de garrafón, a orgías devastadoras, a hombres inconscientes y a camellos escondiéndose de algún tipo de deuda. También había un despacho personal para Leona y unas habitaciones compartidas para los underdogs sin techo.

—¿Encima te arriesgas a beber después de haber aceptado la propuesta? Pero qué puto creído eres, Gato.

—Mi puntería no se estropea por un par de tragos, Roja. Deberías saberlo. Pero sí, ya que lo dices… Puedo ganaros igualmente incluso yendo ebrio —me burlé con una pequeña sonrisa, sabiéndome uno de los mejores tiradores de dardos del Leviathan.

La mujer de pelo llameante me esperaba en la zona de los sillones. Conocía a Roja desde hacía dos años, y dos años eran los que me sacaba en cuestiones de edad. Había cierta confianza entre nosotros que no tenía nada que ver con el hecho de que nos hubiéramos metido juntos en la cama varias veces. Quizá era cuestión de mirarse la zapatilla y ver que los dos habíamos metido el pie en el mismo charco. A su alrededor me esperaba la diana y un pequeño grupo de underdogs: Dean, Cherry, Lady, Pato y As de Picas.

La partida no resultó demasiado difícil a pesar del ambiente caldeado que había formado Roja con sus pullas y comentarios, y me declaré vencedor tras dos partidas con As de Picas y Lady pisándome los talones. Jamás me quitaría a As de Picas del cogote en este tipo de actividades, al fin y al cabo, el chico de ojos almendrados se había criado entre juegos de dados y barajas con las esquinas dobladas.

Finalmente, el pobre y ocurrente Pato tuvo que pagar el precio, sentándose con nosotros en un sillón alargado y repartiendo el blanco contenido de una bolsita en seis rayas iguales, separadas gracias al canto de una tarjeta de la Seguridad Social. Irónico.

Dean enroscó un billete de cinco libras y aspiró su parte de polvos blancos con una sorda exclamación de euforia. Llegó el turno de Cherry, el mocoso de dieciséis años que se había cansado pronto de sus padres y que había decidido largarse para destrozarse la vida voluntariamente, y que ahora acababa de estornudar con la nariz manchada de blanco. Me molestaba porque me recordaba a mí hace años. Lady, el travesti con las espaldas más anchas y el rostro más femenino que he visto en mi vida, absorbió su parte seguido de Pato y As de Picas. Y por fin llegó mi turno.

Había llegado a la conclusión de que en este pub quien no se droga no siente nada, y que hay quien se droga para dejar de sentir. No sabía si esta estimulación artificial podía llegar a convertirse en una solución definitiva o no, pero desde luego que era la solución fácil. Si ignorabas el ardor que invadía tu garganta y tu pecho… y si prestabas un poco de atención, podías sentir cómo las sensaciones malsanas ardían también dentro de tu cabeza. Bendita y colérica cocaína. Y yo al menos no era un adicto a las drogas. Había algunos underdogs cuya dosis de creatividad diaria consistía en encontrarse una vena del cuerpo que no estuviera coagulada.




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