El ascensor se detiene en el piso veintitrés. Romina Velázquez sostiene a Luca con un brazo mientras Celeste camina a su lado, aferrada a su bolso como si fuera un escudo. Ambos amanecen con dolor de panza, y aunque las niñeras insisten en quedarse con ellos, Romina prefiere traerlos consigo. No confía en nadie más cuando sus hijos no están bien.
—Entren por favor y ya saben. Cualquier dolor, solo díganme y nos vamos a la clínica, ¿entendieron?
—¿Me inyectarán? —la voz de Celeste tiembla.
—No quiero puyas mamita —Luca niega con su cabecita castaña. Romina sonríe.
—Está bien amores míos, sin puyas —su primer impulso es reír a carcajadas, pero se contiene por respeto a los niños.
La maternidad es lo mejor que le ha pasado, pese a que se encuentra sola. Es duro al comienzo, pero ahora todo fluye con naturalidad. Y sobre todo… amor. No sabe qué hará en el futuro porque el control solo lo ejerce en su vida personal y con la empresa. No obstante, jamás se arrepiente de haber tenido a sus hijos porque los ama más que a ella misma. Razón por la cual, lo que a sus hijos se refiere, prefiere que venga sin premeditación. La oficina huele a gardenias y éxito.
Las paredes están adornadas con bocetos de trajes de baño, paletas de maquillaje y fotografías de campañas que ella misma ha protagonizado. Es su imperio. Su refugio. Su venganza silenciosa contra todo lo que alguna vez la hizo sentir pequeña. Sus hijos le enseñan que la estabilidad emocional es parte de una vida plena y que la familia puede modificar sus planes para bien, aun cuando su vida personal sea un verdadero caos.
—Mamá, ¿puedo usar tu tablet? —pregunta Luca, con voz apagada.
—Claro, amor. Está en mi escritorio. Celeste, ¿quieres té de manzanilla? La niña asiente sin hablar. Romina acaricia su cabello dorado, idéntico al suyo, y se dirige a la pequeña cocina en su oficina privada. Mientras prepara el té, su teléfono vibra.
—¿Hola?
—Patrona, mi sustituto llegará media hora antes de que termine su jornada.
—Gracias, Manu. Espero que tu mamá mejore. ¿Tienes lo necesario?
—Y más. Gracias a usted, patrona. Quiero decirle que el muchacho es como si fuese yo mismo. Se lo recomiendo. Responsable, trabajador, puntual…
—Descuida, Manuel. Si lo recomiendas no tengo ni siquiera preguntas. ¿Cuál es su nombre?
—Miguel. Miguel Villanueva… El nombre la paraliza. Por un instante, el corazón le sube a la garganta.
Él.
Lo ha borrado de su vida, de sus contactos, de sus recuerdos… o eso cree. Pero ahí está, como una sombra que se ha escondido cinco años en el retrovisor. Un nombre que ella no escucha en un lustro y que le trae a la memoria la noche más feliz y el engaño más doloroso de su vida.
El té burbujea. Romina lo retira del fuego con manos temblorosas. Celeste la mira desde el sofá, con esos ojos azules que no son suyos. Que nunca lo fueron. Y que no puede evitar que le traigan tantos recuerdos bellos, de una sola noche.
El día transcurre sin novedades. Romina firma documentos y trabaja en su nueva línea de trajes de baño. Ha decidido que la moda Curvy se una a RomiTopShop&MakeUp, y las mujeres de tallas grandes formen parte de su stock de belleza. Observa la lista de nombres para la entrevista de modelos y sonríe. Veinte, de esas solo necesita ocho, pero no descarta a las demás porque todas son hermosas. Acomoda todo lo que necesita, evitando llevarse el trabajo a casa; no le agrada que sus hijos se encuentren solos o desatendidos.
—Mami, tengo hambre —dice Celeste con un puchero.
—¡Dios Santo! Es tarde.
—Mi panza también gruñe, mamita —expone el castañito que le roba el corazón.
—Muy bien, entonces creo que es hora de salir a comer algo —escucha protestas y negativas—, ¿y qué proponen?
—Trae la comida, mami. Por favor, por favor.
—¡Vaya! Me queda claro que se sienten muy cómodos en ese sillón —los mira con advertencia
—. ¿Qué quieren comer?
—¡Pizza!
—Entonces creo que después de todo sí habrá puyas.
—No —dicen al unísono.
—Bueno, dejaremos la pizza para después, ¿entendido?
—De acuerdo.
El intercomunicador suena y Romina aún se encuentra en sus quehaceres.
—Señora Velázquez, su chofer ha llegado.
Romina respira hondo.
Camina hacia la recepción con pasos firmes, los tacones resonando como tambores de guerra. Luca y Celeste la siguen, curiosos, sin saber que están a punto de mirar a su padre por primera vez. La puerta se abre. Y ahí está él.
Los recuerdos la golpean como un mazo y tiene que cerrar los ojos para evitar gritar de frustración. Cinco años atrás, en una habitación de hospital privada, Romina grita hasta romperse. El dolor del parto es físico, sí, pero también emocional. No hay nadie que le sostenga la mano. Nadie que le diga “todo estará bien”. Solo ella, su cuerpo, y dos vidas que nacen de una noche que jamás debió ocurrir. Luca es el primero. Silencioso, con los ojos cerrados y el ceño fruncido. Celeste llega minutos después, llorando como si ya supiera que el mundo no es justo. Romina los mira y sabe que no puede odiar al hombre que los ha engendrado. Pero tampoco puede perdonarlo.