Los Gemelos del Mentiroso

Capítulo Dos – El reflejo que no pidió

Miguel abre la puerta trasera del auto con la cortesía que le enseñan los años. Romina no lo mira. Solo coloca a Luca en el asiento infantil y le ajusta el cinturón. Celeste se sube sola, con la misma elegancia que su madre. El silencio es espeso, como si el aire se detuviera para no interrumpir lo inevitable.

—Tranquila, mi amor, solo ajusto la correa y terminamos.

—No me gusta esta silla, mamita.

—Pero es necesaria, mi niño.

—¿Y cuándo podremos dejar de usarlas? —la precocidad de Celeste sorprende.

Pero Romina no pierde la compostura. Ella es la dueña absoluta del control.

—Cuando sean un poco más grandes, Luca. Tal vez a los siete años. Ya a esa edad pueden viajar solo con el cinturón.

—¿A esa edad ya seremos adultos, mamita? —de nuevo Celeste pregunta con seriedad.

—Aún no, mi amor, pero serán más grandecitos y se podrán cuidar si sucede algún inconveniente.

—¿Y a qué edad conoceremos a nuestro papito? —la mano de Romina queda en el aire.

Un nudo grueso y espinoso se le atorra en la garganta al escuchar a su hija. Termina de ajustar el cinturón de la silla, sale del auto y se pone de pie con el rostro pálido.

—¿Está todo bien, señora Velázquez? —pregunta él, con voz neutra.

Romina cierra la puerta sin responder. Camina hacia el asiento delantero y se acomoda con la precisión de quien no tiene tiempo para emociones. Miguel se sienta al volante, incómodo. No sabe por qué, pero algo en esa mujer le resulta familiar. No por el rostro, sino por la energía. Por la forma en que lo ignora.

El trayecto es corto. Pero eterno.

Miguel mira por el retrovisor. Luca juega con una tablet. Celeste observa por la ventana, con los ojos más azules que ha visto en años. Algo se mueve dentro de él. Un recuerdo. Una noche. Una mujer.

—¿Son sus hijos? —pregunta, sin pensar.

Romina gira el rostro lentamente. Lo mira como si acabara de insultarla.

—¿Suele preguntar eso a todas las mujeres que transporta?

—No, disculpe. Es que… tienen algo. No sé. Me pareció…

—¿Qué le pareció? —interrumpe ella, con una sonrisa helada.

Miguel traga saliva.

—No, nada, perdone usted.

—Supongo que ya sabe dónde queda la casa.

—Así es —los ojos de Miguel permanecen en la carretera mientras su mente trabaja a mil por hora.

Silencio.

Romina vuelve la vista al frente. Su perfil es perfecto. Su indiferencia, aún más.

—Cinco años dan para mucho —dice ella, como si hablara consigo misma—. Para crecer. Para olvidar. Para criar.

Miguel siente que el mundo se inclina. El nombre. La voz. Los niños. Todo encaja. Pero no se atreve a preguntar. No aún.

—Nos espera aquí, por favor —dice Romina al llegar.

—Claro.

—Bien. No se mueva. No se acerque. Y deje de preguntar.

Miguel asiente tocándose la gorra. Romina baja del auto con la misma firmeza con la que ha entrado.

—Vamos, niños, deben asearse —llama a sus hijos.

Luca y Celeste la siguen. Miguel los mira alejarse. El niño tiene su ceño. La niña, sus ojos. Pero Romina tiene algo que él ha perdido: poder.

Y mientras los ve entrar al edificio, sabe que hay algo más fuerte que el amor. El desprecio.

—¿Por qué tenemos que cenar con ese señor? —Romina mira a Celeste mientras arregla su cerquillo.

—Porque mamá necesita relacionarse con las personas.

Acomoda el lazo del vestido y el de la cabeza de la pequeña parlanchina.

—Pero él no sonríe. Es feo.

—Celeste —la voz de Romina se torna dura, pero flexible—. No puedo permitirte faltas de respeto hacia las personas mayores.

—Es cierto, mamita. A ese señor Mauricio no le gustan los niños —Luca juega con la pelota.

—Entiendo que su expresión puede ser un poco dura, pero Mauricio es bueno. Es un hombre honesto. Tiene un excelente empleo —se levanta para peinar a Luca—. Y es un amigo querido.

—Solo por ti —Celeste arruga su preciosa naricita.

—Celeste, querida —esta vez su tono es de advertencia—. Es la segunda falta. Ya sabes qué sucede a la tercera.

—Lo sé, castigo.

—Y si piensas que te dejaré aquí, pues te equivocas. Ir a la cena en casa de los Cáceres será tu castigo.

Se levanta de la pequeña silla en la que está sentada y se dirige hasta su castañito para arreglar su atuendo.

—¿Habrá postre? —lo mira con ojos entrecerrados.

—¿Ya no duele la panza? —él niega—. Entonces puede que haya.

El pequeño sonríe. Romina ajusta el cinturón, ata los cordones de los zapatos y peina esa preciosa cabellera que le recuerda al hombre que está afuera, pero no puede flaquear. No en este momento en el que su vida personal está tomando forma.

Pero…

¿En realidad Mauricio Cáceres es el hombre que desea a su lado?

Es un prestigioso abogado. Tiene una ilustre carrera. Buen humor. Una familia no tan agradable, pero para el caso está bien.

Y es sumamente aburrido.

Sin embargo, la madre de él es agradable con los niños. Su hermana también es buena con ellos. Mientras todo esté en orden, para ella está bajo control y muy bien.

Bajan la suntuosa escalera como si fueran celebridades. A paso lento y cadencioso. Celeste como una señorita refinada. Luca como el hombrecito de la casa. Y finalmente Romina con la elegancia y refinamiento que la caracterizan.

—Buenas noches a todos.

—Buenas noches —responden los niños al unísono.

—Buenas noches.

Responde secamente una Romina con ganas de patear el trasero del hombre con sus refinados zapatos de Prada.

—¿A dónde, señora?

—A casa de los Cáceres-Rondón, por favor.

No dice nada más. Miguel busca en la pantalla del vehículo la dirección que le ha dejado su amigo Manuel y, en un segundo, están dejando la mansión para reunirse con su amigo en la cena a la que han sido invitados.




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