Los Gemelos del Mentiroso

Capítulo tres – Descubrimientos del pasado que duelen en el presente

La noche parece engullir a Miguel. Se siente desesperado porque reconoce a Romina como la hermosa mujer que recogió en el aeropuerto hace cinco años y con la cual había pasado la mejor noche de su vida: discoteca, tragos y hotel hasta entrada la mañana. Pese a que no la vio de nuevo, sino hasta el fin de semana siguiente, en el cual repiten la misma dinámica y están juntos otra vez.

Sin embargo, ella desaparece de su vida tal como viene. Como si solo hubiese sido una ilusión. Esa que lo marcó para siempre y que nunca pudo superar. Razón por la cual pierde a su familia.

Después del abandono de su esposa e hijos se siente como un intruso en su propio cuerpo. Arrepentido de todos sus errores se va a España con un amigo que le encuentra un muy buen trabajo. Con la mala suerte que las personas con las que trabaja tienen que marcharse a otras tierras. Entonces su amigo Manuel ve la oportunidad de dejar a alguien de su entera confianza con la familia que le ha regalado una hermosa vida. No desea abandonar a Romina porque es la mejor jefa que ha tenido en su corta vida, pero siendo hijo único tiene que accionar ante la enfermedad de su madre.

—Bien niños. Hemos llegado —Romina informa a los gemelos—. Celeste. Modales —su tono es de advertencia—. Luca. Respeto —ambos asienten a las palabras clave y ella sonríe dulcemente.

—Claro que sí, mamita —responde Celeste—. Señor chofer, ¿usted estará aquí esperando?

Miguel asiente mirando a la pequeñita a través del retrovisor, y su corazón se salta un latido al ver su sonrisa.

—Sí, señorita. Aquí estaré esperándolos hasta que termine la cena —su voz suave, tranquila, paternal, no deja ver la ansiedad que arropa su cuerpo.

—Entonces creo que nos iremos nosotros primero.

Miguel abre la boca y la cierra sin saber qué decir al respecto.

—Pero ¿qué dices, Celeste? —Romina cierra la puerta. Gira hacia su retoño componiendo una cara de sosiego cuando en realidad quiere nalguearla—. En primer lugar, no tienes suficiente edad para sugerir tal cosa —toma aire. Lo necesita—. Y, en segundo lugar: llegamos juntos y nos vamos juntos. ¿Lo entiendes?

—Sí, mamita —expresa la niñita con tristeza.

—¿Algo que alegar, Luca?

El castañito niega con cara de susto y Romina ni siquiera sube el tono en ningún momento.

—Muy bien, eso pensé. Ahora bajamos en completo orden, por favor.

Pese a que Romina se caracteriza por ser una madre amorosa, paciente y con mucho sentido común, nunca les permite a sus hijos faltar el respeto. Sus órdenes siempre son ley. Escucha sus protestas o los comentarios y trata de que entiendan su punto de vista sin obligarlos.

Miguel sale del auto convencido por los demás que ya son veteranos Enel menester. Acepta de buena gana sin apartar la mirada fija en la entrada. Platican de su día a día en lo que parece una cochera especial para la espera. El murmullo de la noche no lo calma. contrario a eso, lo revuelve. Ya lo sabe. No necesita pruebas. Los ojos de la niña. El ceño del niño. La forma en que Romina lo ignora con precisión quirúrgica. Son suyos. Y él… no estuvo.

—Cinco años. Cinco años sin saber que tenía hijos — se lamenta con los dientes apretados —. Cinco años sin verlos crecer, sin escuchar sus voces, sin curarles la fiebre ni leerles cuentos. Cinco años en los que ella decidió que yo no merecía saber. —suspira —Y tal vez… tal vez tenía razón. La perdí. La perdí antes de tenerla —dice con tanta amargura que, ni él mismo lo cree.

Necesita tiempo para asimilar que esas criaturitas son sus hijos. Celeste tiene el ingenio de su madre. No tiene filtros. Es tan inteligente y precoz que lo asusta un poco. Pero Luca si que es su retrato. Nadie puede decirle que no es su hijo. Que no es su retoño. Porque a excepción de esos ojazos idénticos a los de Romina, todo lo demás es de él y es innegable.

>Ella me mira como si fuera un extraño. Como si no hubiera existido esa noche. —respira profundo recordando lo pasado —¿Y si me lo merezco? ¿Y si fui tan cobarde que no supe ver lo que tenía frente a mí? —se recrimina por haber perdido a su esposa y por no haber visto de cerca lo que le importaba más que una noche de sexo alocada—Pero ellos… los niños. No tienen culpa. No tienen por qué crecer creyendo que su padre los abandonó. Bueno, puede que sí, pero es que no sabía de su existencia.

Una puerta lateral se abre. El susto casi hace que caiga de la silla donde se encuentra sentado. Los demás choferes ríen. Una chica de servicio aparece con una bandeja de aluminio. Lleva vasos plásticos, botellas de agua y un par de emparedados envueltos en servilletas. Camina con paso firme hacia los choferes que esperan en la zona de estacionamiento.

—Buenas noches, caballeros. Esto es para ustedes —dice con una sonrisa amable.

Miguel baja la ventana. La chica se detiene frente a él. Lo observa con curiosidad.

—Usted es nuevo, ¿verdad?

—Sí… —responde él, con voz baja.

—Se nota. No tiene cara de chofer. Tiene cara de alguien que apenas comienza.

Miguel sonríe, pero no responde. Ella le ofrece una botella de agua y un emparedado.

—Gracias.

—De nada. Si necesita algo más, estoy cerca —le guiña un ojo y se aleja.




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