Romina ingresa a la mansión Cáceres – Rondón con cada uno de sus hijos de la mano. No falta una mirada curiosa, una de desagrado y menos la normal de envidia. Los cuchicheos y comentarios la hacen sonreír. No es una arpía ni mucho menos, pero se mueve en este mundo desde muy joven. Sabe perfectamente que confiar es prácticamente un suicidio. Saluda con una sonrisa congelada. Esa que usa normalmente para los eventos sociales. Unos niños corren a su alrededor llamando la atención de los gemelos. Celeste es la primera en mirar a su madre con ojitos de súplica. Luego el castañito, tira de su mano para que le preste atención.
—Mamita ¿nos das permiso para jugar con Dorothea y Juan Carlos?
Romina se acuclilla como si no estuviese montada en unos tacones de aguja de quince centímetros, ni luciera un precioso vestido de Christian Dior. Todos admiran su esbeltez pese a que tiene un par de preciosas criaturas.
—¿Prometen comportarse y no hacer que llame su atención?
—Prometido mamita —responden al mismo tiempo. Como lo hacen siempre.
—Muy bien. Diviértanse. Pero antes. Beso a mamá —besan cada uno una mejilla y ella les hace cosquillas.
Ríen. La abrazan y corren hacia la zona de juegos improvisada en uno de los salones. Su felicidad es plena mientras están ellos cerca. Se levanta de forma elegante y al alzar la vista se encuentra con la sonrisa y los ojos castaños de Mauricio Cáceres mirándola como si fuese algo comestible. Tampoco es que le desagrade que la miren. Pero al parecer el hombre cree que ella es un hotel ambulante.
—¡Mi querida Romina! —abraza el esbelto cuerpo de la modelo acariciando de más, casi llegándole al derrier. Ella se tensa y se lo saca de encima apartándolo con disimulo —. Pero ¿no te han dado una copa, mujer? —ella abre los ojos.
Cualquiera diría que necesita esa copa. O que no puede vivir sin alcohol. Y eso si que es grave para ella porque últimamente ya ni siquiera le agrada el sabor.
—Descuida Mauricio. Recientemente no estoy muy animada porque el trabajo me absorbe —sonríe a una mujer que la mira con suficiencia.
—En ese caso me siento halagado porque te hayas tomado unos minutos para venir a mi fiesta.
¿Fiesta? ¿fiesta? Lo mira con el ceño fruncido.
—¿Pensé que era una cena de cumpleaños para tu mamá? —al hombre se le escapa una carcajada.
—Cena. Fiesta —le resta importancia con un movimiento de la mano —¿Quién se fija en detalles? —pues ella lo hace.
No pretende estar en casa ajena con los niños hasta entrada la madrugada. Además, mañana irán a clases.
—¡Romi! —escucha su nombre en una voz que reconoce perfectamente —. Por aquí chica.
Aretta Sandoval ondea la mano para que pueda verla. Montada en unos tacones Chanel de casi veinte pulgadas aún se ve minúscula.
—Ari, cariño —acepta la copa que le entrega —. Gracias por salvarme.
—Ya sabes lo que dicen: entre bomberos… —Romina espera el desenlace de la locura que se avecina —¡quien la tenga mas grande gana! —la chica grita. Romina suelta una carcajada cargada de sazón y alegría de verla.
—¿Sabes que ya no eres tan chica, eh? —Aretta la mira con gesto ofendido. Ojo cerrado. Boca abierta. Desconcertada —no te ofendas te ves guapísima.
—Es el ayuno intermitente —recoge sus senos y los mueve sensualmente.
—¿Estas comiendo sano en serio?
—¡Claro que no! —bufa. Rueda los ojos y los pone en blanco —. Me estoy comiendo al doctor.
Aretta es una mujer de veintiocho años. Metro sesenta y cinco. Con una figura de diosa griega. Edad mental de niña de ocho con vocabulario de camionero. Lo mas autentico de la celebración exceptuando a Romina. Hace mucho tiempo que dejó atrás la presunción y el engreimiento.
Cinco años exactamente.
La risa de ambas se ve amortiguada por la música que, aunque clásica, tiene un volumen bastante alto.
—Eres incorregible Aretta.
La chica se encoge de hombros. Mira al frente con ojos brillantes.
—Me corrigiera si pensara que algo va mal conmigo. Pero amo todo lo que soy.
—Y te admiro por eso —observa el atuendo de su amiga. De marca, si. Pero es tan atrevido que le provoca taparla —. No solo eres la persona más autentica que conozco. Sino que nunca estas triste o molesta.
—Es porque me sabe a mierda la gente Romi. Bueno, menos el doctor. Él sabe rico.
A Romina se le sale una risa descontrolada. Gira hacia el ventanal para evitar ser vista con tal desparpajo. Observa a una de las muchachas de servicio llevar hasta los autos una bandeja con emparedados y canapés. Otra le sigue muy de cerca con botellines de agua para los choferes. Miguel baja el vidrio tintado del auto y sonríe.
Romina capta el momento en el cual la mujer le coquetea, él le sigue el juego entre risas. Se gira hiperventilando. Su amiga lo nota. Ella levanta la mano.
—Necesito un trago.
—Con esa cara creo que necesitas dos copas de champan —niega.
—Necesito un trago de verdad. Uno de hombres. No esta pestilencia.