Los Gemelos del Mentiroso

Capítulo cinco – Un baile, dos peones

La música de violines y chelos se funde en el salón, envolviendo a las parejas en un vals clásico. Mauricio, con una sonrisa predecible y cortés, guía a Romina por la pista de baile. Su mano en la cintura de ella es firme, pero la conexión es superficial. Romina se siente como una marioneta, moviéndose al ritmo de una melodía que no siente. Las palabras de Mauricio, sobre negocios y futuros viajes, rebotan en su mente sin dejar huella. Se encuentra pensando en sus hijos, en cómo se verían de la mano de Mauricio. Se imagina la negativa de celeste y la neutralidad de Luca. Piensa en Miguel, con sus ojos llenos de una intensidad que la hace sentir real. Y esa boca que la enamoró solo con esa noche de pasión.

El violín da paso a una percusión moderna que hace vibrar el suelo. A su alrededor, la élite de la ciudad ríe y brinda, ajena a la tormenta que se forma en el interior de Romina. Mientras se mueven por el salón, se encuentran con la madre de Mauricio, una mujer de apariencia elegante y modales impecables, que la saluda con amabilidad. Sin embargo, los ojos de la hermana de Mauricio, una mujer de expresión severa, la analizan con desconfianza.

—Se ve radiante, Romina. Mauricio no habla de otra cosa —dice la madre, con una sonrisa cálida.

—Gracias, señora —responde Romina, con su propia sonrisa perfectamente ensayada.

—Edo es porque Romina es la mujer más hermosa que cualquiera haya visto —expone el hombre como si le hubiesen preguntado su opinión.

La hermana de Mauricio, sin embargo, no puede evitar un comentario con veneno.

—Es sorprendente ver lo rápido que algunas personas se adaptan a un mundo nuevo, ¿no, mamá?

Romina, sin perder la calma, la mira directamente a los ojos.

—La supervivencia tiene un instinto muy agudo, y yo he aprendido a usarlo bien —responde, y se gira con una gracia que desarma la crítica.

Luca llega a su lado para referirle que desea ir al aseo. Romina se excusa para llevarlo.

—Las chicas encargadas pueden hacerlo, cariño.

Romina niega contundente. Toma al niño de la mano soltando la de Mauricio.

—Luca es delicado, no acostumbra ir al baño con extraños.

—Eso a veces es un problema—dice la hermana de Mauricio —. Lo digo por todas tus ocupaciones.

—Mis ocupaciones no interfieren en el bienestar emocional ni en la crianza de mis hijos. Las niñeras solo están con ellos unas dos o tres horas.

—¡Caramba! Eres una madre ejemplar. Me gustaría saber que harás cuando tengas pareja.

Los ojos de la mujer se clavan en Romina juzgándola.

—Es por eso que no busco pareja —se despide con un escueto: “permiso” para llevar a Luca al aseo y saber de Celeste.

Regresa luego de advertir a los pequeños que solo estarán una hora más. Dándoles tiempo a qué terminen el juego que llevan a la mitad.

Ya se siente sofocada por la superficialidad del baile y no quiere continuar con la pantomima. Niega a la nueva invitación de Mauricio. Se percata de que el arrebato fue un error garrafal. Desvía la mirada. Sus ojos vagan por las grandes ventanas que dan al jardín. Y ahí lo ve. Queda paralizada.

Es Miguel.

Está de pie, hablando con la chica de servicio de la mansión, que ríe con sus manos cubriendo su boca. La imagen la golpea con la fuerza de un puñetazo en el estómago. Una punzada de celos, tan inesperada como intensa, la hace jadear. No puede entender por qué siente eso. Lo odia. ¿O no?

—¿Pasa algo, mi amor? —pregunta Mauricio, notando la rigidez en su cuerpo.

—Nada, solo me siento un poco cansada —miente Romina, volviendo a la realidad con un parpadeo.

Mientras tanto, afuera, Miguel no se ha dado cuenta de la mirada furiosa de Romina. Él, sin embargo, también los ha estado observando. Ve a Romina, tan elegante y distante, en los brazos de Mauricio, y siente un dolor en el pecho. No solo dolor, sino rabia y un profundo arrepentimiento.

—Parece que al abogado le gusta la jefa —murmura uno de los choferes, señalando hacia el salón.

—Se la ha ganado —dice otro, con desprecio.

El diálogo interno de Miguel es un torbellino de emociones. Se recrimina por no haber estado a la altura. Se pregunta si ella sigue siendo la misma mujer que él conoció. No puede culparla por querer una vida mejor, pero no puede evitar sentir que la ha perdido, que la ha perdido mucho antes de que se la arrebataran.

Dominada por la furia, Romina interrumpe abruptamente el baile.

—Me disculpas, Mauricio. Ya debo irme, los niños van a clases mañana —dice, usando la excusa de siempre.

—Pero si aún es muy temprano —protesta él, confundido por su repentino cambio de humor.

Romina se aleja sin esperar respuesta y se acerca a la mesa donde están sus amigos ya con cada pequeño en cada mano. Aretta la mira con preocupación.

—Romi, ¿qué te pasa?

—Me tengo que ir —dice Romina, y su voz es solo un susurro.

Se dirige a la salida, con un solo pensamiento en la mente: enfrentar a Miguel. No sabe qué le dirá, pero necesita respuestas. Se sube a su auto y siente la adrenalina correr por sus venas. Miguel se acerca, sorprendido.




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