El motor del auto ronronea con un ritmo constante, pero el silencio dentro es ensordecedor. Romina permanece inmóvil. La furia y el dolor la mantienen anclada al asiento, con los nudillos blancos aferrados al volante de cuero. La tenue luz de las farolas se cuela por el parabrisas, iluminando los rostros plácidos de Celeste y Luca, dormidos en sus sillitas, ajenos a la guerra silenciosa que libran sus padres.
Miguel la observa de reojo, sintiendo cómo el aire se vuelve más denso con cada segundo. El perfume de Romina, ese aroma que lo había perseguido durante años, flota en el ambiente como un fantasma. Él recuerda aquella noche en México, el calor de su piel, la risa libre, la promesa de algo que nunca llegó a ser. Pero también recuerda el momento en que todo se derrumbó: cuando ella descubrió su mentira, cuando él perdió no solo a Romina, sino a su familia, su estabilidad, su nombre.
—¿Qué hace, señora Velázquez? —pregunta Miguel, con la voz tan baja que casi se pierde en el murmullo del motor.
Él también la ha visto con Mauricio. Ha presenciado la elegancia, la distancia, ese baile sutil que lo hace sentir que la ha perdido mucho antes de este reencuentro.
Romina exhala temblorosamente y, por fin, se mueve. Apaga el motor. El silencio se vuelve aún más denso. Se gira en el asiento y lo observa a través del espejo. Sus ojos, cargados de dolor, rabia y algo que él no logra nombrar, son un océano turbulento.
—Veo que la conversación entre ustedes estuvo entretenida e interesante —el hombre niega. No tiene idea de lo que habla —¿Se la ha ganado, Miguel? —susurra, y el veneno en su voz es más efectiva que un grito—. ¿Eso le dijo el chofer?
Miguel se queda sin aliento. Se recrimina por lo que ha escuchado afuera.
—¿Qué? No entiendo ¿De qué habla?
—Usted y sus amigos —dice Romina, con un matiz de desprecio—. Diciendo que ‘él se la ha ganado’. ¿Es que soy un premio acaso?
—No, no es eso —se apresura a decir él, pero la vergüenza ya le sube al rostro—. No es lo que parece.
—Claro que nunca lo es —insiste Romina, con la voz temblando de furia—. Porque los hombres piensan que las mujeres somos posesiones sin importar los sentimientos de una. Escúcheme bien Miguel. Yo no soy el premio de nadie y menos de un hombre. A mi nadieme ha ‘ganado’. Soy una mujer que ha construido todo esto sola. Sin ayuda de un… de nadie.
Las palabras lo atraviesan. Miguel siente la puñalada, no solo por la acusación, sino por la verdad que contienen. Ve el reflejo de la Romina de hace cinco años, la mujer exitosa, alegre y llena de sueños, que ahora se ha endurecido para sobrevivir. La que parió sola, la que lloró en silencio, la que aprendió a no esperar nada de nadie.
—No es lo que parece, Romina —repite, con tono suplicante—. Yo no tengo la culpa de nada. Las personas hablan y no puedo hacer que callen solo porque lo digo yo.
—Es que acaso ya no es tan hombrecito para defender a una mujer ¡A cualquiera!
—Yo no estaba en la conversación. No me interesa lo que digan los demás, quiero que me aclare esto —hace un circulo con el dedo índice —¿Qué creía, que no encontraría la similitud entre estas preciosas criaturas y yo? —romina rie. Una carcajada fría. Seca. Sin humor
—¿Está sugiriendo que le oculté algo? —se burla Romina. Sus ojos clavándose en el rostro del hombre que cierra los ojos al sentir la dureza de los de ella—. Jamás me escondí, pero tuve que callar porque usted tenía una familia. Cosa que yo… no sabía y usted no me dijo.
—Romina… —intenta él, pero ella lo interrumpe. Su voz ahora es controlada y filosa como una navaja.
—¿La chica de servicio del jardín? —pregunta, con voz baja y helada—. Se veía muy cómoda con usted. Riendo con usted. ¿Es su tipo ahora? ¿Una mujer que no exige nada? Que no tiene que saber nada de su pasado, ¿tal vez? —levanta la mano cuando él hace amago de responder —. Escúcheme bien Miguel. Esto queda aquí con mis hijos dormidos ¿escuchó bien? Mis.Hijos.Solo.Míos si se le ocurre abrir la boca delante de ellos, todo el dinero que ostento ¡Y es muchísimo! —aclara completando la humillación —lo voy a utilizar para que se hunda en la cárcel, alegando que es un vil ladrón ¿entendió?
La acusación lo golpea de lleno. Es una bofetada cargada de celos que no comprende y una traición que no ha cometido.
—No tiene derecho a negarme a mis hijos —responde, y por primera vez su voz se eleva.
—¡Tengo derecho a todo! —estalla Romina—. Usted mintió, Miguel. Me hizo sentir especial. Y ahora me doy cuenta de que soy solo un escalón para usted, una herramienta para hacer dinero, ¿no es así?
Miguel la mira con desesperación y furia. Se inclina hacia adelante.
—No, Romina. Usted no es eso. Usted es la mujer que no he podido olvidar. La mujer que me hizo darme cuenta de que mi vida era una mentira, mucho antes de que se la arrebataran.
Las palabras suspenden el aire como una bomba a punto de estallar. Romina se queda paralizada. El juego de control colapsa, revelando la verdad cruda de sus sentimientos. La venganza se desmorona, y solo queda el dolor y el deseo que ninguno de los dos se atreve a nombrar.
Celeste se mueve en su sillita, emite un suspiro suave. Luca gira la cabeza, buscando el calor de su hermana. Ese pequeño gesto los devuelve al presente. Romina parpadea, como si despertara de un trance. Miguel baja la mirada, derrotado por una verdad que no puede cambiar.
Romina toma aire, gira la llave del auto, y el motor vuelve a rugir. No dice nada. No necesita hacerlo. El retrovisor refleja sus ojos, ahora más claros, más decididos. La verdad ha salido a la luz, y aunque duele, también libera.