Los Gemelos del Mentiroso

Capítulo 8 – Una mañana de locuras

La luz del sol se filtra por las grandes ventanas de la sala de estar, como si el día quisiera recordarle a Romina que no puede escapar de la realidad. El aire huele a vino agrio, a risas de anoche, a un desorden que solo ellas, entienden. La cabeza de Romina late como un tambor. Cada rayo de luz es una aguja que le perfora el cráneo.

Romina gime. Siente a su lado el peso de Aretta, quien se remueve y suelta un gemido similar al de ella. Han dormido en el sofá, cubiertas por una manta que huele a perfume caro y a alcohol. El teléfono de Romina suena, y el ruido hace que quiera arrojarlo por la ventana.

—¡Uy, apágalo! —murmura Romina, con la voz tan ronca que no se reconoce.

Aretta no responde. Solo gime de nuevo, enterrando el rostro en el cojín del sofá. El teléfono sigue sonando, como una alarma de incendio. Romina se levanta, con la cabeza dándole vueltas, y mira a su alrededor. La sala de estar es un caos. Las botellas vacías, las copas esparcidas, los cojines en el suelo. Es un reflejo perfecto de su noche de desahogo.

—No puedo… —murmura Aretta, con la voz apenas audible—. Mi cabeza va a explotar.

—Necesitamos un analgésico, un baño y la cama —le dice Romina, sin mirarla—¡Arriba! Y deja de quejarte.

En ese momento, la puerta de la sala se abre. La Señora Marta, el ama de llaves, entra. Su presencia es un bálsamo. Su rostro, que siempre está en calma, las mira con una mezcla de diversión y desaprobación. Lleva una bandeja con café y jugos, un oasis en medio de su desierto de resaca.

—Señora Romina, Señora Aretta —dice, con su voz dulce, pero firme—¡Dios Santo! Han dormido en el sofá ¿qué sucedió? ¿no han podido llegar a la cama?

—No... no es eso —responde Romina, con un gemido—. Solo... la cama se sentía tan lejos.

La Señora Marta niega con la cabeza, una pequeña sonrisa se forma en sus labios.

—Son casi las siete de la mañana. Y es día de escuela. Los niños se levantarán en un par de minutos.

La noticia golpea a Romina con la fuerza de un rayo. Se lleva las manos a la cabeza. El dolor es insoportable. No se siente capaz de preparar a los niños esta mañana. No con ese dolor de cabeza.

—Marta —le dice Romina, con un tono suplicante—. Por favor... ¿podría... preparar el desayuno de los niños antes de irse a la escuela?

—Si Señora, no se preocupe. Lo haré con todo el amor —le responde la señora Marta, pero su voz parece una trompeta a los oídos de las dos mujeres.

—¡Perdóneme por esto! —le suplica Romina, y su voz se vuelve un grito—. Es una emergencia.

—Señora, tranquila —le dice, y ahora su voz es un susurro, lleno de vergüenza—. Sabe cuanto adoro a esos niños. También prepararé algo para ustedes, para que se alivien un poco.

Romina cierra los ojos. Intenta sonreír o al menos decir gracias. Pero la resaca con la luz del día ha empeorado y solo quiere llorar

—Muchas gracias, de nuevo perdone... —murmura, con la voz rota—. Que Ingrid y Patricia se encarguen de lo demás. Que los preparen para la escuela. Y que... que el chofer los lleve.

La Señora Marta la mira con una mezcla de sorpresa y preocupación. El chofer. Esas palabras se sienten tan extrañas en su boca, tan pesadas. Ella sale de la habitación, dejándolas solas. Romina se hunde de nuevo en el sofá. Cierra los ojos, tratando de escapar. Pero no puede.

Mientras tanto, en la cocina, la escena es un caos silencioso. Miguel, que está de pie, mirando la tostadora, se siente como un extraño. No sabe qué hacer ni qué decir. Los niños entran, y se detiene. Su corazón se acelera. Es la primera vez que los ve de cerca sin la urgencia de la noche. Los ve. Celeste sonríe como su madre, hermosa. Con el uniforme perfecto. Luca lo hace apenas, sus bellos ojos analizan la situación percatándose de que su madre no se encuentra en la cocina.

—Abue Marta —la señora marta atiende al llamado del pequeño que es un gemido —¿dónde está mi mami?

—Mami tiene mucho sueño, mi pequeño retoño.

—¿Está enferma?

—No mucho, solo un dolor de cabeza molesto, mi niño lindo.

El pequeñín asiente comprendiendo. Los gemelos están impecables. Luca lleva su corbata perfectamente anudada y su cabello peinado. Celeste está perfecta, con su vestido y sus dos trenzas a cada lado, su cara de niña buena, pero con la mirada de su madre. Las niñeras, Ingrid y Patricia, los ayudan a sentarse para que se alimenten antes de ir a la escuela, son muy jóvenes. No han borrado la sonrisa de sus labios, y se ve que aman a los niños. Ellas son la estabilidad, la calma en su caos.

—Hola, Señor Miguel —dice Celeste, con su voz de niña, pero con un tono recio y mandón como el de su madre.

Miguel se queda paralizado. El tenedor en su mano en el aire. Su corazón se acelera. Abre la boca, pero no salen palabras. Se queda mudo. Los niños lo miran con curiosidad, una curiosidad inocente y sin malicia.

Luca, el más tímido, le regala una sonrisa cómplice, parece que le cae bien el desconocido.

—Mi mamá dice que usted nos llevará a la escuela. ¿Es verdad?

—¡Luca! —regaña Celeste —deja termine el desayuno por favor.

Miguel asiente, con la garganta seca, toma un poco de agua. Siente el corazón enorme, tal parece que esta va a ser una aventura. Rara, pero aventura al fin.

—Para responder tu pregunta Luca. Sí. Los llevaré a la escuela y a donde deseen ir.

—Está bien —la voz de Celeste suena firme —Manuel también nos llevaba cuando mamá no podía hacerlo.

Ese voto de confianza lo alienta. No quiere dañarlos, pero eso no quiere decir que, no pueda estar cerca. Toma una bocanada de aire sin que nadie lo escuche. Los niños y las chicas entretenidas desayunando, él solo mira la escena de sus propios hijos a quienes no puede llamarlos de ese modo por los errores cometidos.

Los niños terminan de desayunar y se levantan. Lo miran con sonrisas cómplices, él las devuelve con disimulo. Dejan la cocina para ir por sus pertenencias.




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