El sol apenas se cuela por las cortinas de terciopelo cuando la puerta de la habitación se abre con un chirrido que parece una advertencia. Marta entra como una tormenta estruendosa y las cabezas de las mujeres estallan en dolor sin compasión. La señora lleva una bandeja en las manos y una sonrisa descarada en los labios al ver a Aretta cerrar los ojos con fuerza buscando al abrirlos poder aplacar un poco el dolor que le ha dejado la borrachera de anoche.
—Buenos días, mis niñas —dice con voz dulce, pero firme como un látigo envuelto en terciopelo—. Hora de despertar… y de pagar por sus pecados.
Romina y Aretta se remueven entre las sábanas como dos criaturas heridas. Un aroma a estiércol ronda en el aire y Romina respira profundo controlando las náuseas. El mejunje que Marta trae parece sacado de un ritual ancestral: tres tazas humeantes, un frasco con líquido verdoso, y cucharas de madera que huelen a hierbas y a castigo.
—Jamás volveré a beber —se queja de su mal juicio —. Al menos no tanto como anoche.
—Eso fue tu culpa, no la mia —dice Aretta tapando su rostro —. Tu me incitaste.
—¿Yo? —replica asombrada por la desfachatez de su amiga —. Tu fuiste quien trajo la primera botella de vino.
—Pero tu —señala descarada — eras quien la necesitaba.
—¿Y? —muere de risa una Romina dolorida y asombrada —¡te la bebiste casi entera!
—Lo sé —sonríe casi con inocencia —, pero si una amiga tiene necesidad de emborracharse… las mejores amigas llegan, beben y… bueno, lo que sea.
Ambas mueren de risa mientras Marta esconde una sonrisa cómplice. Es sabido que Aretta no es de su agrado, pero debe reconocer que, cuando Romina la necesitó. Ella estuvo ahí firme para ayudarla sin hacer preguntas.
—Les traje esto para que bajen esa resaca.
Miran de nuevo las tazas y cuando Marta las remueve un poco. Las nauseas llegan de nuevo con mucha mas fuerza. Niegan. Se estremecen asqueadas. Pero Romina sabe que Marta no se irá hasta que la vea recuperada.
—¿Eso es legal? —murmura Aretta, con los ojos entrecerrados y la voz rasposa—. ¿Ese olor asqueroso que hace que me duela la mandibula?
—No es veneno querida, es para sobrevivir, con esa resaca no saldrán nunca de la cama y se que tienen cosas que hacer —responde Marta, colocando el set frente a cada una.
Romina se incorpora con dificultad. Su cabeza resuena como un tambor africano y su estómago protesta con cada movimiento. Mira la taza con desconfianza.
—¿Qué tiene esto? —pregunta con voz rota.
—Jengibre, cúrcuma, limón, miel, y un toque de vinagre de manzana. Y fe. Mucha fe —responde Marta, sin perder la compostura.
Aretta la mira como si acabara de anunciar una sesión de exorcismo.
—¿Y si me muero?
—Te entierro con tu mejor vestido y una sonrisa. Ahora, ¡tómalo!
Las chicas beben. El sabor es espantoso. Romina siente que su alma se desprende del cuerpo. Aretta suelta un grito que hace temblar los cristales.
—¡Esto sabe a patas de duende fermentadas!
—Eso es porque no le puse azúcar —responde Marta, recogiendo la bandeja con una sonrisa triunfal—. Ahora sí, que tengan un buen día. Y no se me mueran.
La puerta se cierra. El silencio vuelve. Romina se deja caer sobre las almohadas, mientras Aretta se retuerce como si el líquido le estuviera limpiando el alma a latigazos.
—¿Por qué somos así? —murmura Romina, con voz de niña castigada.
—Porque la vida nos hizo así —responde Aretta, con los ojos cerrados.
Pasan unos minutos en silencio. El mejunje comienza a hacer efecto. La cabeza de Romina ya no duele tanto. El estómago de Aretta se ha rendido. Y entonces, Romina habla.
—Aretta… no te he contado todo.
—¡Qué novedad! Pero ya lo sabía mala amiga —se hace la ofendida, pero en el fondo sabe que le ha dolido el secreto —¿qué tan grave es? —pregunta su amiga, incorporándose con expresión de alerta.
—Muy grave.
Aretta se sienta con las piernas cruzadas, como si estuviera en una sesión de terapia improvisada.
—Dispara, lo que sea. Lo arreglaremos tu y yo. Bueno, mi terapeuta es muy bueno —Romina lo mira in entender —. En la cama, amiga. Mauricio debe ser una morsa fuera del agua, Robert te lo hará mejor y no te costará mucho —Romina niega con las manos tapando el rostro sin saber si reír o llorar —¿qué? —Romina suspira, negando de nuevo esta vez con una sonrisa en los labios —¡Oh, entiendo! No hablábamos de sexo ¿cierto?
Suelta una carcajada muy sonora respira hondo por las locuras de su amiga. Sin embargo, mira el techo, como si las palabras estuvieran escritas ahí.
—El padre de mis hijos… se llama Miguel Villanueva.
Aretta parpadea. Luego frunce el ceño.
—¿Miguel qué?
—Villanueva. Es el chofer. El que los llevó hoy a la escuela.
Aretta se queda en silencio. Luego, en un movimiento torpe y dramático, se cae de la cama con un grito que resuena por toda la habitación.