El palacio de Buckingham no era tan característico por su arte. Ese puesto lo ocupaba el castillo de Windsor, en realidad. Sin embargo, aún así el palacio albergaba una hermosa colección de pinturas.
Estas pinturas estaban esparcidas por muchos salones del palacio. El salón verde, el salón azul, el salón rojo… Se trataba de tantos que los colores en sus paredes era lo único que los diferenciaba. Pero, hoy, a Jacques solo le interesaba uno de los salones. El más elegante, el más moderno, el que albergaba la mayor cantidad de pinturas y adornos: el salón Blanco.
En un principio, el pelirrojo estaba muy atento a sus hermanos. Había decidido obedecer a Jules en todo, había decidido honrar el apellido de su familia y la baronía Wilford, pero —y que Dios lo perdone— la tentación era demasiado fuerte. ¿Cómo no iba a serlo? La mayoría de los días del año lo pasaba encerrado en casa. Solo en días especiales como cumpleaños de su familia podía salir a visitar a su tía al castillo de Windsor, y ni ahí podía sentirse libre, siendo vigilado por Jules y obligado a estar a su lado en cada momento.
Jacques no era malagradecido. Por supuesto que no. Atesoraba la protección de su hermana y la amaba demasiado, pero también quería un poquito de libertad. Así que, cuando vio que Camil podía manejar a los dos príncipes, especialmente al príncipe Alexander, Jacques no perdió la oportunidad.
Le dijo que solo quería ir a algún lugar donde tomar aire. Bueno, fue mentira. Se alejó de su hermano y de ambos príncipes. Esa aura tenebrosa persistía con ellos. Muchos decían que si se pasaba tan solo segundos a su lado, mal augurio caería en uno. Eran tonterías, pero cuando Jacques los veía a los ojos, dudaba. Bueno, el único que tendría que preocuparse por eso sería Camil.
Jacques caminó por los pasillos del castillo. Siempre había admitido que su memoria no era tan dotada como la de su hermano. Camil podía recordar casi todos sus cumpleaños con detalle —lo que siempre perturbaba a Jacques— y pasillos de casas a las cuales solo ha visitado una vez. Podía dibujar rostros y colorearlas de la manera correcta. Era demasiado talentoso. Por otro lado, Jacques parecía tener el talento de perderse en sí mismo. Soñaba mucho, creaba historias, mundos ficticios y escenarios en su cabeza, en los que a veces podía pensar por horas. Jules odiaba ese hábito —más un pasatiempo para él— y siempre le daba pequeñas tareas para concentrarse. Ella creía que había funcionado un poco. Jacques no lo creía.
Cuando llegó a su destino, ingresó de inmediato al salón Blanco. No había guardias, seguro todos destinados a vigilar el gran salón de baile. La galería era extremadamente hermosa. Sus pinturas contaban diferentes historias. Había pinturas de artistas conocidos, como Leonardo da Vinci, mientras que otras solo exhibían el tan conocido “anónimo” en sus descripciones.
Buscó de inmediato por algún papel en los bolsillos de su chaqueta, pero se encontró con la triste sorpresa de que no tenía ninguno. Tuvo que leer cada uno de los nombres que no conocía. Cuando regresara al lado de su hermano, se los mencionaría y así la memoria de Camil los guardaría hasta llegar a casa.
Su tía Victoria no pasaba tanto tiempo en el palacio de Buckingham, puesto que, según Jules, todo el lugar le hacía recordar a su esposo Albert. Jacques siempre había pensado que debía ser muy triste el recordar este palacio como algo nostálgico y no como una gran belleza. Se sabía que la reina Victoria y el príncipe Albert lo habían reconstruido en su gran mayoría. Crearon el salón de música, muchos de los salones de pintura y el patio interior; sin embargo, actualmente se veía tan solo como una hermosa casa solitaria, solo vibrante de vida en reuniones de política o, como en este caso, galas.
Seguía observando y memorizando el nombre de cada artista y sus pinturas. Comprendía ahora por qué su prima Louise era tan talentosa en el arte. ¿Cómo no serlo con una educación tan rica y culta? Toda su vida, Louise había sido llevada a estas galerías, ya sean aquí, o en Windsor, o en Balmoral, o en Wight. Cualquiera de las propiedades de la realeza tenía historia contada por el arte, y su prima no había desaprovechado la oportunidad de aprender. Jacques sí que la admiraba y esperaba, algún día, ser tan inteligente como ella.
Dio un gran suspiro. Ya había memorizado la mayoría de los nombres, así que decidió que era tiempo para regresar con sus hermanos. Por supuesto, debía ocurrir algún inconveniente en el camino de regreso.
Simplemente, se perdió. ¡El lugar era enorme y tenía muchos pasillos! No se sorprendió, pues solo había visitado el palacio dos veces en toda su vida. Siguió caminando sin un rumbo fijo, esperando encontrar algún criado o cualquier persona para que lo ayudara.
Cuando estaba pasando por un salón cerrado, escuchó voces en el interior. Eran risas bajas y podrían haber pasado desapercibidas, pero Jacques, quien en un principio solo escuchó murmullos, pegó más su oído hacia la puerta. Ahora podía distinguir dos voces, la de un hombre y una mujer.
Se sintió nervioso. No sabía hacia dónde ir. Retrocedió sin fijarse del jarrón que estaba ubicado cerca de él y lo empujó. Antes de que pudiera romperse, se lanzó rápidamente al suelo y atrapó el jarrón, sin embargo, ya era muy tarde para escapar. Había hecho suficiente ruido para ser escuchado.
Se puso de pie y, derrotado por lo que vendría a continuación, dejó el jarrón en su lugar. Escuchó como la puerta se abría de golpe. Jacques volteó en seguida y vio a los dueños de las voces.