Los grandiosos Wilford

6. El maestro de la RAM

 

21 de abril de 1870. Londres, Inglaterra.

Querido Jacques

Esta carta la recibirás a finales de abril, si es que no me equivoco. Me alegra saber que tu vida continúa tranquila. Sé que adorarías estar conmigo, pero yo me encuentro aliviado al pensar que estás en Londres, rodeado de la seguridad de tus hermanos.

Durante estos últimos meses, estuve en Ciudad del Cabo. No te contaré cómo me pareció la ciudad, puesto que deseo ahorrarme tus regaños sobre mi visión prejuiciosa y altiva. Así que te deleitaré con el clima y la geografía.

Sé me encargó un navío y fue asombroso. Durante la navegación, una tormenta nos tomó de sorpresa y por un momento pensé que moriría. Los que estuvimos en el barco tuvimos que agarrarnos fuertemente del mástil. A veces sentía que me soltaba cuando la lluvia se transformó en una cascada y sentí que estaba ciego debido a los rayos.

No te miento, querido Jacques, fue como si Dios hubiera abierto el cielo. Como si su promesa del diluvio se hubiera roto. Tampoco te miento cuando te digo que nuestro barco se vio alzado entre las olas y pude ver un gran animal en ellas. No parecía una ballena, porque las he visto antes. Esta parecía un monstruo.

—¡Imposible!

—¡Camil! No puedes interrumpir, fue la condición que te di para que te quedaras.

—Es culpa de esa carta. —Camil señaló al papel que descansaba cuidadosamente sobre el regazo de Jacques. Ambos estaban sentados uno al lado del otro—. Él solo te cuenta fantasías.

—¡No son fantasías! —gritó Jacques, pero su hermano lo interrumpió al ponerse de pie en un segundo.

—¡Por supuesto que lo es! No sé cómo Jules te permite escribirle.

Con gran rapidez, Camil se agachó y le quitó la carta. Jacques también se puso de pie y empezó a forcejear con su hermano; sin embargo, parecía una tarea imposible. A pesar de que Jacques era el mayor de los dos, Camil siempre había sido mucho más fuerte. Eran casi de la misma estatura y Jacques era delgado, mientras que Camil era robusto.

—¡Camil, devuélvemelo! 

Pero el menor estaba muy irritante hoy. Alzó la carta y Jacques solo luchaba para poder alcanzarlo. Lo peor de todo era que Camil parecía estar divirtiéndose. 

—¡Deja de ser insoportable y dámelo!

—¡Búscalo! —exclamó Camil y arrojó el papel, el cual flotó en el aire.

—Quelle bête, c'est ce que tu es!

—Uy, estás hablando en francés. Rompiste la regla número tres.

Pero Jacques lo ignoró mientras corría hacia el jardín. Era día de riego, así que aún estaba húmedo. Cuando llegó y recogió la carta, se llevó la no grata sorpresa de que estaba mojada. Las palabras ahora eran indistinguibles.

La furia cegó su vista y se lanzó hacia Camil. Ambos se fundieron en una pelea a puños y gran bullicio. Y no le importó que su hermana estuviera en clase dentro de la casa o que estuvieran arruinando el jardín. En ese instante, Jacques estaba muy enojado.

Parecieron varios minutos, aunque el furor de la pelea lo hizo ver como simples segundos, hasta que alguien se dio cuenta de lo que ocurría en el jardín. Las peleas entre Jacques y Camil, aunque menos frecuentes que las que el menor tenía con Jules, siempre terminaban en golpes.

Jacques no registró a la nueva persona presente hasta que lo jalaron de su chaqueta y lo alejaron de Camil. Esto lo hizo entrar en razón, pero Camil aún parecía pensar que seguían peleando y trató de lanzarse nuevamente hacia Jacques. Sin embargo, la misma persona lo detuvo. Ambos hermanos miraron al pacifista.

—Señor Valliere —dijeron al unísono.

El mayordomo principal los miraba con un rostro serio que también podría pasar como molesto. Jacques sabía que no era del agrado del señor Valliere; este también parecía albergar algún tipo de resentimiento hacia Camil. Solo era a Jules a quien veneraba completamente.

—Su hermana se encuentra en clases con el maestro Bennett en este momento. Ustedes, muchachos malagradecidos, parecen no respetarla.

—No soy un malagradecido, si me deja explicar —interrumpió Camil. Era muy valiente, a diferencia del callado Jacques—. Pero, por supuesto, para usted mis palabras no tienen peso.

—En eso podemos coincidir —respondió el señor Valliere—. Así que será mejor que se callen.

—¿O nos castigará? Ya estamos acostumbrados a lo mismo.

—Entonces buscaré otras alternativas. Su hermana siempre me escucha.

Con esas últimas palabras, el hombre volvió a la casa. Camil mascullaba algunos insultos mientras simulaba que golpeaba al señor Valliere.

—¿Cómo se te ocurre decir eso, Camil? —acusó Jacques, muy preocupado—. Solo imagina lo que le dirá a Jules, ¡lo que le aconsejará! 

—No puede ser tan malo. ¿Qué será? ¿Una noche sin cena? ¿Dejarnos en el jardín cuando llueva?

—No lo sé, pero las amenazas del señor Valliere siempre se cumplen.

—Bueno, yo no quiero pensar más.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.