Después de todo lo que había hecho durante el día, mi cuerpo me pedía a gritos descansar. Apenas mi cabeza tocó la almohada, caí profundamente dormida.
En mis sueños, todo era oscuridad al principio. Luego, poco a poco, la negrura comenzó a disiparse, dejando ver un bosque bañado por la luz de la luna. Las ramas de los árboles proyectaban sombras largas sobre el suelo cubierto de hojas secas. La luna estaba en su punto más alto, y sus rayos plateados se filtraban entre las ramas, iluminando suavemente el camino frente a mí.
Sentía una extraña inquietud en el pecho, una necesidad urgente de buscar algo… o a alguien. Pero no sabía qué era.
Mis pies comenzaron a moverse por sí solos. Empecé a correr en línea recta, mi respiración acelerándose mientras miraba de un lado a otro, buscando… algo. La brisa agitaba mi cabello y el crujir de las hojas secas bajo mis pies resonaba en el silencio del bosque.
Entonces lo vi.
Una figura masculina estaba de pie entre los árboles, parcialmente oculta por las sombras. Mi respiración se volvió errática. Sentía una curiosidad insoportable por saber quién era.
Comencé a caminar hacia él, primero con cautela, luego más rápido. Me detuve a menos de un metro de distancia. El aire alrededor de él parecía cargado de energía, pero su rostro seguía oculto en la oscuridad.
—Eres la solución —dijo, con una voz profunda y serena que me hizo estremecer.
—¿La solución de qué? —pregunté, frunciendo el ceño.
—Con el tiempo lo sabrás —respondió, enigmático.
—¿Qué significa eso? —di un paso hacia él.
—Eres nuestra solución.
—Espera… explícalo mejor…
Intenté mirarle el rostro, pero en ese momento todo comenzó a desvanecerse. El bosque, la figura, la luz de la luna… todo desapareció en una nube de sombras.
Abrí los ojos de golpe. Mi respiración estaba agitada y mi corazón palpitaba con fuerza en el pecho. Me incorporé y miré el reloj que descansaba sobre la mesita de noche. Las 4:40 de la mañana.
—¿Ahora estoy alucinando? —murmuré para mí misma, pasándome una mano por el rostro.
Resoplé y me levanté de la cama. Fui al baño y abrí la llave de la ducha. El agua fría contra mi piel me ayudó a despejarme, pero el sueño seguía rondando en mi mente como una sombra persistente.
Después de vestirme, bajé a la sala y encendí la televisión. Comencé a ver una de esas películas de vampiros brillantes y hombres lobo. Lo irónico era que existía otra especie allá afuera, pero no eran vampiros ni licántropos. Eran algo mucho más peligroso.
Me quedé viendo la película hasta que me di cuenta de que se me hacía tarde para ir al trabajo. Apagué la televisión, tomé mis llaves y salí de casa.
Mientras conducía hacia la cafetería, el recuerdo del sueño regresó con fuerza. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué decía que yo era la solución? Las preguntas se agolpaban en mi mente sin respuesta.
Suspiré y decidí dejar de pensar en eso. Ya tendría tiempo para obsesionarme más tarde.
Cuando llegué a la cafetería, el personal ya estaba acomodando las mesas y preparando el mostrador. Fui a la barra y me serví un café bien cargado. En ese momento, Sara se acercó con una sonrisa curiosa en el rostro.
—Hola, amiga. ¿Todo bien? —preguntó, inclinándose sobre el mostrador.
—Si supieras… —murmuré, tomando un sorbo de café.
—Por lo que veo, no tan bien —dijo, cruzándose de brazos—. ¿Qué pasó?
Suspiré y dejé la taza sobre el mostrador.
—Tuve un sueño raro —admití—. En él, había un hombre al que sentía que conocía, pero no le pude ver el rostro.
—¿De pronto era tu padre?
—No. Ese hombre era joven.
—Bueno, tal vez tu subconsciente intenta decirte algo.
—O tal vez solo fue un sueño sin sentido —respondí, aunque ni yo me creía esa explicación.
—Habrá que descubrir qué significa —dijo Sara con una sonrisa confiada.
—Gracias.
—Para eso estamos las amigas —respondió, guiñándome un ojo.
El resto del día transcurrió sin problemas. La cafetería estaba llena a la hora del almuerzo, como siempre. Sara y Daniel, fieles a su estilo, discutían sobre cualquier cosa. Decidí sentarme un rato con Andrea para alejarme del caos.
—¿Cómo te sientes con el trabajo? —le pregunté mientras ella terminaba de acomodar unas tazas.
—Bien, gracias. Ya me adapté a la rutina —respondió con una sonrisa tranquila.
—Eso es bueno.
Andrea bajó la mirada y luego dijo:
—Perdón por la interrupción de mi primo el otro día. Él no suele visitarme muy a menudo.
—No tienes que disculparte.
—Es solo que… vive en Inglaterra, y para venir hasta aquí hay un buen tramo. Además, este es mi lugar de trabajo. No me gusta que venga a distraerme.
—De verdad, no fue para tanto —dije, restándole importancia.
Andrea me miró fijamente por un segundo, con una expresión pensativa.
—Sabes… puedo ver que eres una buena persona.
—Gracias, pero tendrías que verme en todo para decir eso con seguridad —respondí, levantando una ceja.
—Lo digo porque puedo verlo —contestó, con un tono misterioso.
Fruncí el ceño.
—¿Cómo dices?
Andrea bajó la mirada y sonrió ligeramente.
—Lo digo por la forma en la que tratas a las personas. Eso dice mucho de ti.
—Te entiendo —respondí, aunque mi desconfianza creció un poco.
Andrea me miró con una intensidad inusual.
—Pero… ten cuidado. No todo el mundo es bueno. Alguien podría aprovecharse de tu bondad.
—¿Por qué dices eso? —pregunté, sintiendo una punzada de inquietud.
—Simplemente lo sé —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Eres psíquica o algo así?
Andrea dudó un momento antes de responder.
—Algo así. Soy como una vidente. Ya sabes, de esas personas que nacen con un don para ver ciertas cosas.
Asentí lentamente.
Es una vidente, Adriana. No una Rad. Me repetí eso varias veces en mi cabeza para calmar mi creciente paranoia.
—No quiero que pienses que soy rara ni nada de eso —añadió Andrea—. Pero por lo que he visto de ti… tienes un aura diferente a los demás.
—Gracias —dije, aunque todavía sentía cierta duda.
No quería pensar que Andrea fuera una Rad, pero la vigilaría de todos modos. No me fiaba de nadie fácilmente.
Andrea miró hacia la barra, donde Sara y Daniel discutían como de costumbre.
—¿Entre ellos hay algo? —preguntó con una sonrisa traviesa.
—No. Solo les encanta discutir.
—Parece que les gusta más de lo que admitirían —comentó Andrea, suspirando dramáticamente—. El amor es complicado.
—En gran parte —asentí.
—No sé qué le ven las personas al amor —dijo Andrea, pensativa.
—¿Por qué lo dices?
—Porque cuando te enamoras, inevitablemente sufres —respondió con un tono amargo.
—Eso es parte de la vida —dije suavemente.
—Espero que no sea parte de la mía.
—No puedes evitarlo. Cuando el amor llega… llega.
Andrea sonrió levemente y luego se levantó.
—Me voy, tengo cosas que hacer. Nos vemos luego.
En mi mente, recreé la conversación que había tenido con Andrea. Sentía que, más allá de lo que me había dicho, había un mensaje oculto que aún no lograba descifrar.
Un detalle en particular seguía rondando en mi cabeza: el collar que llevaba puesto. Era una pieza extraña, de forma circular, compuesta por tres aros concéntricos, cada uno más pequeño que el otro. El aro más pequeño sostenía una piedra azul claro que, al alinearse con los otros dos, reflejaba una especie de luz que parecía emanar directamente de la piedra.
No podía dejar que ese detalle se desvaneciera de mi memoria. Entré a mi oficina, tomé papel y lápiz y comencé a dibujar el collar, asegurándome de plasmar cada detalle con precisión. Una vez que terminé, guardé el dibujo en una de las gavetas del escritorio y la cerré con llave. No quería que nadie más lo viera.
Después de la larga jornada de trabajo, decidí ir al parque para despejar mi mente. El sol comenzaba a ocultarse tras los árboles, proyectando sombras alargadas sobre el césped. El parque estaba casi vacío, solo se escuchaba el murmullo lejano de las hojas moviéndose con el viento.
Me senté en una de las bancas del camino, respiré hondo y cerré los ojos. Por un momento, sentí una calma absoluta. El aire fresco acariciaba mi rostro y el murmullo del viento entre las ramas me arrullaba. Durante esos segundos, parecía que nada del otro mundo existía.
Pero cuando abrí los ojos, la realidad volvió de golpe.
Suspiré y me levanté. Ya era hora de prepararme para la patrulla.
Esa noche fue la segunda vez en la semana que no veía a ningún Rad durante la vigilancia. Eso me parecía muy extraño. Los Rads rara vez permanecían inactivos tanto tiempo antes de un ataque. Mi instinto me decía que algo estaba pasando. Y cuando mi instinto me decía algo, generalmente tenía razón.
Al día siguiente, durante nuestro patrullaje habitual, pensé que sería otra noche tranquila. Pero esta vez, las cosas fueron diferentes.
Estábamos cruzando un callejón estrecho cuando detectamos a tres Rads acorralando a un grupo de chicas de secundaria. La escena era inquietante. Las chicas estaban acorraladas contra la pared, temblando y sin poder moverse.
—Chicos, esto pinta mal —dijo Antoni, tensando la mandíbula.
—Lo sabemos —dijo Elisa, apretando el puño—. Pero no podemos dejar que las maten.
—Sobre mi cadáver dejo que eso pase —añadió Samir, con la mirada encendida de furia.
—Entonces será mejor que dejemos de hablar y empecemos a actuar —dije, preparándome para el combate.
Corrimos hacia ellos. Los Rads nos miraron con una expresión de molestia y burla.
—¿Se quieren unir a la fiesta? —dijo uno de ellos, con una sonrisa torcida.
—No, gracias —respondí, sacando de la parte trasera de mi cinturón unas shuriken con la insignia de los cazadores grabada en el centro.
Lancé la primera directamente al corazón de uno de los Rads. El arma se clavó con precisión milimétrica y el Rad soltó un gruñido de dolor. Intenté lanzar otra, pero él la esquivó y la shuriken terminó incrustada en la espalda de otro Rad.
El Rad herido se giró hacia mí con furia en los ojos. Saqué mi pistola de caza y disparé una ronda de municiones especiales. Estas contenían una mezcla de sustancias diseñadas para paralizarlos y, eventualmente, matarlos.
Antoni, que estaba junto a mí, sacó una cadena metálica con púas en los extremos y la lanzó hacia uno de los Rads. La cadena se enroscó alrededor del cuello del Rad y Antoni tiró con fuerza, haciéndolo caer al suelo. Pero el Rad se levantó casi de inmediato y, con una sacudida violenta, arrastró a Antoni casi dos metros sobre el suelo.
—¡Antoni! —grité.
El Rad avanzó hacia él con intención de matarlo. Apunté a su cabeza y disparé, pero el Rad levantó una mano y las balas cayeron al suelo como si nada.
Perfecto.
Corrí hacia una pila de basura cercana y saqué una bolsa que despedía un olor nauseabundo.
—¡Lo siento, baby, pero en la guerra todo se vale! —dije, lanzándole la bolsa directamente al rostro.
El Rad gruñó, retrocediendo con asco mientras intentaba quitarse la basura pegajosa del rostro. Aproveché la distracción para dispararle en ambas piernas. Cayó de rodillas con un grito de furia.
Me acerqué para rematarlo, pero sentí una fuerza invisible que me estampó contra la pared con brutalidad. Todo el aire abandonó mis pulmones mientras mi espalda chocaba contra el ladrillo frío.
Cuando levanté la vista, vi cómo los otros Rads sujetaban al herido y daban un salto sobrehumano que los hizo desaparecer entre las sombras.
Me levanté con dificultad, sujetándome las costillas. Me acerqué a Antoni y a los demás.
—¿Están bien?
—Tengo el brazo hecho polvo —dijo Antoni, con el rostro desencajado por el dolor.
—Creo que me rompí una costilla —se quejó Samir, tocándose el costado.
—¿Y tú, Elisa? —le pregunté.
—He visto mejores días —respondió ella, mostrando una cortada profunda en el brazo—. Creo que voy a necesitar puntos.
—Tienes suerte de que no haya sido peor —dije, evaluando la herida.
—¿Y tú cómo estás? —preguntó Elisa, mirándome con preocupación.
—Probablemente con un par de moretones en la espalda —respondí, encogiéndome de hombros.
Tomé mi teléfono y llamé a la central para informar lo ocurrido. Otro equipo llegó rápidamente para relevarnos y atender a las chicas, que estaban desmayadas por el shock.
Nos llevaron directamente a la enfermería de la bodega. Me revisaron la espalda y me aplicaron una crema para calmar el dolor. A mis compañeros no les fue tan bien como a mí; Antoni terminó con el brazo dislocado y Samir con una costilla rota.
—Nos fue como perro en misa —murmuró Antoni, mientras el médico le vendaba el brazo.
—Nada nuevo —respondí, sonriendo de lado.
Esa noche dormí profundamente. Esta vez no hubo pesadillas ni combates.
En mi sueño, me vi en un bosque, sentada frente a un lago iluminado por la luna. La luz plateada se reflejaba en el agua, creando destellos suaves sobre la superficie.
Entonces escuché una voz masculina que pronunciaba mi nombre.
Me puse de pie, intentando ver de dónde venía la voz. Entonces lo vi: una figura en las sombras.
Intenté acercarme, pero él levantó una mano y me detuvo. No podía verle el rostro, pero la curiosidad me invadía incluso en sueños.
Cuando la luz de la luna iluminó parcialmente su rostro, me desperté de golpe.
El sonido de la alarma me devolvió a la realidad. Me senté en la cama, frustrada.
—¿Quién eres? —murmuré para mí misma.
Me levanté con el cuerpo adolorido. Sentía como si me hubiera pasado un camión por encima. Me vestí rápidamente y salí de casa, con la esperanza de que el día transcurriera sin más sorpresas.
Conduje hacia la cafetería, pero mis pensamientos seguían atados al sueño. Todo parecía tranquilo, hasta que…
¡BAM!
El golpe me hizo lanzarme hacia adelante. Gracias al cinturón de seguridad, no salí despedida.
Miré hacia el frente, aturdida.
—¡No puede ser! —acababa de chocar mi auto.
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Editado: 12.03.2025