En un reino místico donde los cielos se encontraban con la tierra, tres deidades custodiaban los elementos que daban forma al mundo. Aeloria, la diosa del viento, reinaba sobre los cielos, libre y ligera como la brisa que acariciaba las montañas. Pyrrhos, el dios del fuego, dominaba las entrañas ardientes del mundo, donde los volcanes respiraban su pasión. Y Thalassia, la diosa del mar, danzaba entre las corrientes profundas, guardiana del misterio y del silencio abisal.
Aunque cada uno poseía un poder inmenso, sus corazones estaban marcados por una soledad inmutable. Aeloria solía flotar entre las nubes, dejando que las corrientes la levantaran más allá del horizonte, pero incluso la libertad del viento podía resultar vacía cuando no había nadie con quien compartir sus danzas etéreas. Pyrrhos observaba la erupción de sus montañas con orgullo, aunque detrás del fulgor de sus llamas se escondía un anhelo callado; deseaba que alguien comprendiera la belleza destructiva y creadora de su fuego. Y Thalassia, reclinada sobre las olas, escuchaba el rumor del océano como si esperara una respuesta que nunca llegaba; su reino infinito era majestuoso, pero solitario.
Una tarde, mientras Aeloria danzaba en la frontera del cielo, el viento le rozó el rostro con una caricia diferente. Miró hacia abajo y vio cómo Pyrrhos encendía un volcán en la distancia. Las lenguas de fuego se alzaban contra el cielo, pintando las nubes con tonos dorados y escarlata. Fascinada por ese espectáculo, la diosa del viento descendió suavemente, dejando tras de sí una estela de brisa perfumada con rocío. Qué magnífica energía…, pensó, y bajó hasta posarse cerca del lugar donde el fuego rugía con fuerza.
Mientras tanto, desde la lejanía marina, Thalassia contemplaba el resplandor anaranjado que teñía el horizonte. Las olas se agitaban al compás del crepúsculo, y algo en su interior la impulsó a avanzar hacia la costa. Quizás allí encuentre aquello que mi corazón busca, murmuró en un susurro que se confundió con el murmullo de la marea.
Aeloria fue la primera en hablar cuando el fuego se apaciguó un instante.
—Salve, poderoso Pyrrhos —dijo con una sonrisa ligera, su voz fluyendo como un vendaval sereno—. He visto el esplendor de tus llamas desde los cielos. Tu creación es prodigiosa.
Pyrrhos giró, sorprendido por la presencia etérea de la diosa. Su cabello ardía con reflejos dorados, y sus ojos brillaban con la intensidad del magma.
—Aeloria —respondió, inclinando la cabeza con respeto—, tus vientos han traído frescura a mi fuego. Es raro que nuestros caminos se crucen, pero me alegra que lo hagan.
Ambos comenzaron a conversar, compartiendo sus experiencias. Aeloria contaba cómo los vientos podían calmar o desatar tormentas; Pyrrhos relataba la fuerza creadora del fuego en la tierra. Entre risas y palabras, comprendieron que sus poderes, aunque opuestos, podían armonizarse.
En el umbral del crepúsculo, Thalassia emergió de las aguas, su silueta resplandeciendo como un reflejo divino sobre la superficie inmóvil del mar. Su cabello era un río de algas y espuma, y en sus ojos danzaban los secretos antiguos de todas las mareas.
—He oído vuestras risas desde el océano —dijo con voz melodiosa, como el canto de una ola al romper—. Soy Thalassia, diosa del mar. ¿Podría unirme a vosotros?
Aeloria asintió de inmediato, con entusiasmo.
—Por supuesto, Thalassia —exclamó alegre—. Compartimos historias sobre nuestro poder y sobre la soledad de nuestra eternidad. Cuéntanos acerca de tu vasto dominio.
Thalassia sonrió y se sentó junto a ellos en la arena.
—En mis profundidades —susurró—, moran criaturas que nadan en la oscuridad. Cada ola es un relato; cada corriente, un secreto. A veces, los océanos rugen como un corazón herido, y en otras ocasiones, susurran melodías de calma infinita.
Pyrrhos la escuchaba con atención, su fuego titilando en silencio.
—¿Y cuáles son los secretos que tus aguas esconden? —preguntó intrigado.
—El mayor de ellos —respondió la diosa— es que la soledad no pertenece solo a los mortales. Hasta las mareas más poderosas sienten el peso del vacío.
Aeloria colocó una mano sobre la de ella.
—Entonces compartimos un destino similar —dijo—. Quizás nuestra unión pueda aligerar esa carga.
Desde aquel momento, los tres dioses comenzaron a encontrarse con frecuencia. Aeloria invitaba a Pyrrhos a danzar entre corrientes y llamaradas que teñían el cielo de luz. Pyrrhos, en respuesta, fundía su fuego con las aguas de Thalassia, creando vapores cálidos que perfumaban el aire. Thalassia, agradecida, obsequiaba a sus nuevos compañeros banquetes de perlas y conchas, símbolos de unión y respeto.
Una noche, mientras las estrellas despertaban en el firmamento, Aeloria propuso una idea.
—¿Y si combinamos nuestros poderes para crear algo que celebre nuestra amistad? —preguntó, con entusiasmo chispeante en su voz.
Pyrrhos sonrió.
—¡Sí! El fuego, el viento y el mar unidos en un solo acto. Dejemos que los mortales contemplen lo que la armonía puede lograr.
Thalassia aplaudió suavemente.
—Haré que las olas bailen con vuestros vientos y que reflejen las llamas en su superficie. Juntos, mostraremos la belleza de la unión.
El espectáculo fue grandioso. Aeloria conjuró vientos suaves que acariciaban la piel de los mortales, mientras Pyrrhos elevó columnas de fuego que se enroscaban en espirales danzantes. Thalassia desató olas que reflejaban la luz del fuego, creando un espejo de estrellas sobre el océano. Los humanos se reunieron en la costa, maravillados por aquella danza divina. El cielo y la tierra parecían cantar al unísono.
Pero entre las sombras, alguien observaba con envidia. Era Chaos, el dios del desorden, un ser envuelto en neblinas oscuras, cuyos ojos eran pozos sin fondo.