Los Guardianes de la Hermandad: Cenizas

Prólogo

Había puesto su cuarto patas arriba buscándolo. Armario, cómoda, escritorio, baúl, cajas, incluso en el interior de los cojines. Llegó a encontrar cosas que ni siquiera recordaba que tenía. Pero Fluffy no apareció por ningún sitio.

Llevaba casi dos años sin verlo y no lo había echado en falta ni un solo día. Al fin y al cabo, Iris era una niña inquieta, y tenía sueños vívidos que la hacían moverse de un lado para otro en la cama. Cualquier cosa bajo las sábanas le resultaba una molestia. Pero aquel día, el osito había decidido aparecer por sorpresa en sus recuerdos, y ahora estaba dispuesta a remover los cimientos de la casa para encontrarlo.

Después de revolver toda su habitación, hizo lo mismo con la de su madre y con aquel viejo cuarto de invitados que nadie había utilizado jamás. No apareció. Tampoco en el baño, la despensa, ni la cocina. No había ni rastro del osito.

Intentó preguntarle a su madre varias veces, pero ella no estaba muy por la labor de ayudarla. Delia había cuidado sola de Iris desde que era un bebé. Trabajaba todo el día a cambio de un sueldo miserable y aún tenía que ocuparse de las tareas de la casa al regresar. Por no hablar de lo agotador que le resultaba tener que lidiar con el terremoto de su hija. La mujer estaba demasiado cansada para andar buscando un muñeco viejo y deshilachado.

—¿Es que ni siquiera recuerdas dónde lo guardaste? —preguntó Iris, ofendida.

—No lo sé, cariño —respondió, sin tan siquiera hacer el esfuerzo de pensarlo—. Estaba muy estropeado. Tal vez lo tiré a la basura.

Iris sintió un escalofrío al recrear la imagen del osito abandonado junto al contenedor, roto y soportando la lluvia y el frío, hasta que un camión maloliente por fin viniera en su busca para llevarlo al vertedero. No. Se negó a aceptarlo. Fluffy no podía haber sido víctima de un destino tan cruel.

La niña salió disparada hacia la parte de atrás de la casa. Aún le quedaba un sitio más en el que buscarlo: el desván.

Miró hacia la puerta que había en el techo. Una suave brisa, que se colaba a través de una fisura en la ventana, mecía el cordón que desplegaba las escaleras. Estaba muy alto, así que tendría que ingeniárselas para llegar hasta él.

Arrastró una silla hasta colocarla bajo la puerta. Se cuidó de hacerlo muy despacio, para que el chirrido no alertase a su madre. Ella nunca le había permitido subir al trastero. Se subió al asiento y extendió la mano tanto como pudo. Incluso se puso de puntillas para ganar aún más altura. Llegó a sentir en el costado la tensión del estiramiento. Pese a todo, ni siquiera llegaba a rozar el cordón.

Aún sobre la silla, puso los brazos en jarra y frunció el ceño.

—Uhm... —masculló, mirando de un lado para otro.

Había un pequeño aparador junto a la pared, algo más alto que el asiento en que estaba. Volvió a mirar al techo para darse cuenta de que no alcanzaría si se subiese en él. Y tampoco tenía la anchura suficiente para colocar la silla encima.

Siguió dándole vueltas. No había ninguna otra cosa allí que pudiese utilizar. Y acabó mirando con desánimo a través de la ventana. Una idea cruzó entonces su mente.

Quitó todo lo que había sobre el aparador y lo arrastró a trompicones. Pesaba demasiado para ella y tuvo que pararse varias veces para recuperar el aliento. Hasta que, por fin, consiguió colocarlo justo delante del ventanal.

Se pasó la manga por la frente para limpiarse el sudor y esperó unos minutos hasta recomponerse del esfuerzo. Luego, intentó levantar la silla, pero sus brazos temblaron sin apenas ser capaces de separarla de las baldosas. Era demasiado pesada para ella. Así que decidió echarse al suelo y deslizarse entre sus patas. Se giró bajo el asiento para ponerse de cuclillas y la elevó sobre su cabeza. Le temblaron las rodillas mientras la llevaba en volandas hacia el aparador. Y, por un momento, creyó que acabaría cayéndose hacia atrás. Sin embargo, consiguió llegar hasta el mueble y dejó descansar parte del peso sobre él.

Tal y como había previsto, solo dos de las patas cabían en su superficie. Así pues, colocó solo las delanteras sobre el aparador y encajó las de atrás en el marco de la ventana. Sonrió, aunque su entusiasmo no tardó en dar paso a la decepción cuando se dio cuenta de que la silla había quedado demasiado inclinada. Dudó de que pudiera subirse sin resbalar.

Contemplando la pila de muebles, bufó y se dio un manotazo en la cadera.

—No me lo piensas poner nada fácil, ¿verdad? —le recriminó a la puerta del trastero, a la que después dedicó una mirada desafiante.

Se dirigió a toda velocidad a su cuarto. Rebuscó en el armario hasta dar con una manta de invierno. Y, abrazada a ella, asomó el rabillo del ojo por el marco de la puerta. Su madre estaba de espaldas, más pendiente de lo que cocinaba que de lo que pudiese estar tramando su hija. Aun así, Iris salió caminando de puntillas para no llamar su atención.

De nuevo frente al aparador, enrolló la manta y la colocó bajo las patas de la silla. Por fin, había quedado recta. Sin embargo, la zarandeó antes de subirse para comprobar su estabilidad. Se le hizo un nudo en el estómago al ver cómo se bamboleaba de un lado para otro.

El miedo apenas le duró unos segundos. A fin de cuentas, se convenció de que ella tampoco pesaba tanto como para hacerla caer. Así pues, se encogió de hombros y comenzó a trepar hasta el asiento. Se agarró al respaldo y subió una de sus piernas. Miró hacia abajo antes de brincar. Se sentía al borde de un inmenso precipicio y tuvo la sensación de que caería al vacío. Pese a todo, se aferró a la silla con fuerza y cerró los ojos, para luego tomar una bocanada de aire. Entonces, no se lo pensó, se impulsó sobre el mueble que la sostenía y trepó hasta lo alto del asiento.

—Lo conseguí —masculló, mientras estiraba uno de sus brazos para mantener la estabilidad—. ¡Lo conseguí!



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En el texto hay: intriga, accion, magia

Editado: 30.12.2023

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