Nada más sonar la alarma, Iris se quitó de encima el edredón de la Torre Eiffel y se puso en pie de un salto. Solía gozar de una energía exuberante por las mañanas, como si se hubiese tomado un tanque de cafeína un rato antes de despertar. Todo ello, a pesar de que no llegaba a dormir demasiado bien, pues acostumbraba a tener aquellos sueños recurrentes que la hacían despertarse varias veces durante la noche. Siempre eran las mismas imágenes, que se repetían una y otra vez desde su infancia. Aunque tan solo conseguía recordar de ellas algunos fragmentos que se emborronaban en su memoria. Se veía en una sala enorme y brillante, donde las palabras reverberaban entre las columnas de los amplios laterales, aunque jamás pudo distinguir lo que decían las voces. Al frente, en la cima de un altar majestuoso, había tres grandes asientos de piedra, ocupados por dos personas que no podía reconocer, pues sus facciones se deformaban con cada movimiento que hacían. También había alguien junto a ella y, por alguna razón, siempre pensó que se trataba de un hombre. Aunque, en realidad, era imposible que lo supiese, pues solo llegaba a ver su sombra de soslayo. Lo que sí podía sentir con claridad era el aura que desprendía, oscura, como una maléfica vibración.
Como fuese, ya se había habituado tanto a revivir la misma escena cada noche, que prefería no pensar demasiado en ello.
Cuando se levantó de la cama, aún quedaba casi una hora para el amanecer. Así pues, a través de la ventana, tan solo se colaba el tenue resplandor de las farolas de la calle. Aunque lo habitual, para entonces, era que su madre ya se hubiese ido a trabajar.
Encendió la lámpara y, lo que era una sombra sobre el cristal, se convirtió en una imagen nítida de su propia figura. Con el cabello desmelenado, se dedicó una sonrisa, que resplandeció bajo unos ojos azules y brillantes. Sin embargo, era su pelo lo que más le gustaba de sí misma. Tan largo y denso que le sobrepasaba la cintura. Liso en su raíz, se ondulaba cada vez más a medida que le caía. Y de un color castaño, que reflejaba la luz en aquellos tonos cobrizos que lo habían dominado en su niñez. Siempre pensó que la melena realzaba su esbelta figura, aunque le hubiese gustado que sus caderas fueran un poco más anchas.
Se vistió, desayunó a toda prisa en la cocina y en menos de quince minutos estaba de camino a clase. No porque llegase tarde al instituto, sino porque le gustaba sentarse un rato enfrente del edificio. Se acomodaba en un banco tranquilo que había bajo un limonero, y dibujaba elfos y dragones, inspirada por el rumor del agua de la fuente. Siempre le había gustado fantasear, y aquellas hojas en blanco dejaban volar a su imaginación.
Una vez en clase, las agujas del reloj se movieron tan perezosas como de costumbre. Incluso parecían llegar a congelarse cuando Horacio, un profesor rechoncho y con bigote de cowboy, les soltaba uno de sus rollos de biología. Por suerte para ellos, aquel día faltó a la última clase. De modo que los chicos pudieron marcharse antes de tiempo, y aprovecharon para hacer algunos planes en la hora libre. Algunas de las compañeras de Iris la invitaron a irse de compras, otras la propusieron tomar algo en una cafetería cercana. Aunque ambas propuestas resultaban tentadoras para una chica de su edad, ya estaba acostumbrada a rechazar cualquier idea que implicase un gasto de dinero. Y, como todos los días, ya había quedado en verse con Luna en el parque. Aun así, su amiga no se presentaría a la cita hasta pasada casi una hora. Así que decidió volver a casa para matar el tiempo.
Como Delia regresaba mucho más tarde del trabajo, abrió la puerta convencida de que no habría nadie en casa. Sin embargo, nada más entrar al recibidor, oyó unos ruidos que provenían de la parte de atrás. Iris se detuvo en seco. Giró la cabeza y afinó el oído. Creyó que pudieron ser imaginaciones suyas, pero se dio cuenta de que no era así en cuanto volvió a escucharlos. Caminó con cuidado de que sus pasos no resonaran en el suelo, recorriendo el pasillo como si fuese una sombra. Y, cuando alcanzó el recodo, asomó la cabeza con disimulo. Desde allí, pudo escuchar mejor los ruidos, y se dio cuenta de que procedían del cuarto de invitados. En ese momento, creyó percibir el crujido de una madera. Sin separarse de la esquina, se estiró un poco más hacia el pasillo. Vio que la puerta estaba entreabierta y la luz, encendida. La idea de que pudiese haber un ladrón en casa la hizo estremecerse. Sin embargo, decidió acercarse un poco más.
Se deslizó junto a la pared y, cuando alcanzó la puerta, asomó el rabillo del ojo por el reborde. Reconoció la figura de su madre en el interior, de espaldas frente a un armario con las puertas abiertas. Iris se afanó en adivinar lo que pudiera estar haciendo allí, pero el cuerpo de Delia obstaculizaba su visión. Aun así, continuó espiándola en silencio. Hasta que, por fin, la mujer se inclinó por un momento para alcanzar un trozo de madera que había sobre la cama. Entonces, la chica pudo ver que había un doble fondo en un rincón del mueble.
De pronto, la mujer cerró el armario y se dispuso a darse la media vuelta. Iris reaccionó rápido y escondió la cabeza antes de que la descubriese. Pero los pasos decididos de su madre la hicieron darse cuenta de que ya era demasiado tarde. No alcanzaría el recodo del pasillo a tiempo. Así que caminó de espaldas para alejarse de la puerta. Y, en cuanto su madre estuvo a punto de cruzarla, invirtió la dirección y caminó hacia allí como si acabase de llegar.
—¡Iris! —se sobresaltó la madre, que debió creerse sola en casa—. No te había oído entrar —jadeó del susto.
—Ya sabes que soy tan sigilosa como una pantera.
—¿Y no se supone que la pantera debería estar en clase?
—Ha faltado el profe de biología. —Iris se llevó la mano al pecho y dijo—: Me has dado un susto de muerte, creí que nos habían entrado a robar.
Editado: 30.12.2023