Los Guardianes de la Hermandad: Cenizas

Capítulo 2

Iris terminó de comer con el tiempo justo para recoger la mesa y fregar la vajilla antes de irse. Solía quedar con Luna en el parque a la hora de terminar las clases. De esa manera, mataba los cuarenta y cinco minutos de más que tardaba su madre en volver a casa. Y, para cuando llegó aquel día, la chica ya la esperaba sentada sobre el respaldo de uno de los bancos.

Luna era un año mayor que ella, aunque apenas llegaba a sobrepasarle la barbilla. Sin duda, lo más llamativo de la chica era su intensa mirada. Hundidos entre los mechones de un cabello oscuro y denso, que contrastaban con la blancura de su piel, aquellos ojos negros parecían atravesar hasta el alma de quien los contemplase, resultando imponentes y encantadores al mismo tiempo.

Lo cierto es que no conocía del todo bien el pasado de Luna. Solía ser una chica bastante abierta, al menos con ella, pero muy reservada en su vida personal. Aunque eso era algo comprensible, teniendo en cuenta todo lo que le había tocado vivir. La tragedia de perder a unos padres de manera repentina, siendo tan solo una niña, siempre deja una herida que es difícil de cerrar.

Cuando sus padres sufrieron aquel terrible accidente de tráfico, Luna se mudó a la ciudad desde el norte. La única familia que le quedaba era su abuela, que vivía en una casa antigua junto a su hijo, un adicto a la televisión y un vago empedernido, a quien la pensión de viudedad de la anciana le había librado del deber de trabajar. De modo que Luna había acabado ocupándose de las tareas domésticas y de echar algunas horas en un supermercado con tal de desahogar a su abuela.

Iris había trabado con ella una gran amistad, aunque fue algo inesperado que la vida cruzase sus caminos, pues llegaron a conocerse por la más pura casualidad. Se topó con ella cuando volvía un día del instituto. Luna iba mirando de un lado para otro como si no supiese muy bien por dónde andaba. Iris pasó de largo, incluso se rio para sus adentros de lo perdida que parecía la chica. Sin embargo, Luna la abordó para pedir su ayuda. Con un trozo de papel en la mano, arrugado y sucio, le preguntó dónde podía encontrar una tienda de comestibles. Y, de algún modo, todo fluyó a partir de ahí. Luna siguió preguntando por más cosas, hasta que Iris acabó comprometiéndose a hacerle un tour por la ciudad. Desde entonces, comenzaron a forjar un apego que, poco a poco, las convirtió en inseparables.

—¡Bu! —le espetó por la espalda, mientras le hundía los dedos en los costados.

Luna dio una sacudida sobre el banco y se tambaleó hasta perder el equilibrio. Iris, ya prevenida de que algo así podía pasar, no tardó en sujetarla por los hombros.

—¡Idiota! —replicó la chica, tan pronto como recobró el aliento—. ¡Qué susto me has dado!

Iris la acarició la melena mientras dejaba escapar una risilla inocente. Luego, saltó por encima del respaldo para sentarse junto a su amiga, cobijadas bajo la imponente sombra que dibujaba el árbol más longevo de la ciudad.

Ni siquiera habían iniciado una conversación cuando sintieron la algarabía de un grupo de muchachos, que se acercaban hacia allí en una manada bulliciosa. Se trataba de un grupo de niños pequeños, entre los cuales despuntaban las figuras de dos adultos cuyas pintas les delataban: ese aire tan inexplicable y, al mismo tiempo, tan característico que únicamente desprenderían un par de profesores.

Tan solo un instante después, los críos estaban correteando de un lado para otro justo delante de ellas. Sin éxito, los tutores se esforzaban en captar su atención, colocados junto al gigantesco tronco del árbol.

—A ver, por favor —dijo la profesora—. Atended un momento, lo que os vamos a contar ahora es muy importante.

A pesar del impresionante chorro de voz que tenía la mujer, sus palabras no consiguieron apaciguar el griterío de los muchachos.

—Cuanto antes nos escuchéis, antes acabaremos —terció el otro profesor—. Y cuanto antes acabemos, antes podréis iros a jugar.

—¡Bien! —parecieron gritar al unísono.

Todos se callaron y miraron con atención a sus maestros, que empezaron a dar su explicación bajo la mirada divertida de las chicas.

—Este árbol que tenéis el placer de contemplar aquí es uno de los mayores tesoros que tiene nuestra maravillosa ciudad. Se suele escuchar a la gente decir que se trata de una secuoya centenaria. Pero eso es un error que no hace sino empequeñecer el valor que realmente tiene. Ya escritos antiguos la situaban en este mismo lugar, y las dataciones estimadas a través de modelos matemáticos no dejan lugar a dudas: ¡Esta maravilla tiene más de mil doscientos años!

—¿Crees que a alguno de ellos le importará? —susurró Luna.

—¿A quién le va a importar esa estúpida secuoya? —respondió Iris, entre dientes—. ¡Ya le puede caer un rayo! —bromeó.

—¡Hala! —exclamó impresionado uno de los niños—. ¡Más que Matusalén!

—Vaya —rio Luna—, ¡pues parece que sí que les importa!

—¡Exacto! ¿A que es una pasada? —respondió la maestra, que resultó ser mucho menos pedante que su compañero—. Por eso, tenéis que cuidar muy bien de este árbol y no hacerle ningún daño, ¿de acuerdo? —les advirtió, como si hubiera escuchado las palabras de Iris. Por su parte, los niños asintieron, cada uno a su manera—. Y, ahora, ¡a jugar!

Los chiquillos, de nuevo alborotados, echaron a correr hacia el área de columpios y toboganes. Tras la desbandada, los profesores los siguieron con los hombros abatidos, con las energías consumidas por la pequeña jauría de niños desbocados.

—Esos pobres críos... —comentó Iris, con ojos brillantes—, no saben lo que les espera.

—Oye —la regañó Luna—, no vuelvas a venirte abajo ahora. ¡Ya solo te queda este curso!

—Ese es el problema.

—¿Y se puede saber qué problema ves tú ahí? —La chica le sacudió un golpe en el brazo—. Venga, Iris, yo no pude terminar el instituto, pero tú lo vas a conseguir. Y con muy buenas notas, además. ¿Se puede saber cuál es el problema?



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En el texto hay: intriga, accion, magia

Editado: 30.12.2023

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