Los Guardianes de la Hermandad: Cenizas

Capítulo 39

Gael encadenó un traspiés tras otro a lo largo del callejón, hasta que su zapato se trabó con algo en el suelo y acabó rodando sobre un charco de agua ennegrecida.

—¡Puaj! —exclamó, con voz asqueada—. Estarás contenta, Iris —se quejó, mientras se sacudía la camisa, aún sentado sobre el charco.

Se puso en pie, cerró los ojos e invocó un remolino de aire a su alrededor que le secó la ropa. Sin embargo, arrugó la nariz al percatarse de que el hedor a alcantarilla se había quedado impregnado en ella.

—Genial —suspiró.

El joven abandonó la calleja, que daba a una avenida cercana al sitio que buscaba. La cruzó y recorrió una de las callejuelas hasta dar con el edificio. Una construcción enorme, de cuatro plantas de altura, que ocupaba toda una manzana entera. «Residencia de Mayores El Álamo», podía leerse, en un letrero gigantesco, que había en la cancela de la entrada. Gael atravesó la puerta y siguió un camino empedrado hasta el edificio. Una vez allí, ingresó en el interior y fue al encuentro de la recepcionista.

—Buenos días —se apresuró a decir ella, con una sonrisa más que ensayada, aunque se difuminó en una mueca de desagrado al percibir el olor de Gael.

—Buenos días —saludó el joven, con voz amable—. ¿Llevan el control de las visitas que se hacen al centro?

—Sí, es la política de la empresa —respondió la mujer, sorprendida por la pregunta—. ¿Es que ha tenido algún tipo de problema?

—No, para nada —sonrió él—. Estoy buscando a una persona, a la hija de una residente. Me preguntaba si había venido por aquí hoy.

—Pero ¿esa residente es familiar de usted?

—No —confesó Gael.

—En ese caso, no puedo darle tal información. Es una cuestión de privacidad, espero que lo entienda.

—Claro, lo entiendo.

El joven miró a la recepcionista a los ojos. De repente, sus iris adquirieron un color púrpura brillante, y la expresión de su rostro se volvió vacía. A partir de ese momento, la mujer apenas pestañeó.

—Busco a una mujer llamada Julia.

La recepcionista tecleó en el ordenador, echó un vistazo a la pantalla y dijo con voz monótona:

—Hay más de una Julia en el centro.

—Comprueba sus fichas. Busca a la que tenga una hija llamada Astra.

La mujer así lo hizo, sin oponer ningún tipo de resistencia al conjuro de Gael.

—Aquí está. Habitación doscientos catorce.

—¿Ha recibido hoy la visita de su hija?

—No. Hay una tal Astra que figura en la lista de visitantes aprobados por Julia. Aunque, según el registro, nunca la ha visitado en los cinco años que lleva aquí. —La recepcionista entornó los ojos, como si enfocase la vista en la pantalla para leer algo más—. Pobre mujer —comentó—, casi no la ha visitado nadie en todo este tiempo. Las únicas dos visitas que ha tenido han sido de un tal Dreiss.

Eso era algo que Gael ya sabía. Fue a través de él que supo de la existencia de la madre de Astra, así como el lugar en el que la podía encontrar. Pero no era eso lo que le interesaba, sino la esperanza de que Astra visitara a su madre antes de hacer cualquier otro movimiento que tuviese planeado.

—Gracias por todo —le dijo a la mujer, a pesar de que no se acordaría de nada de lo sucedido.

El joven abandonó el edificio y le echó un último vistazo a la recepcionista a través de los cristales. Cuando esta salió del trance en que la había sumido, miró a un lado y a otro desconcertada, como si acabase de despertar de un sueño profundo. Entonces, se marchó del recinto y se acomodó en un banco cercano.

El tiempo empezó a pasar. Primero, fueron minutos. Luego, horas. Llegó un momento en el que Gael se levantaba para deambular de un lado a otro, y se volvía a sentar para solo removerse inquieto sobre el asiento. Poco a poco, iba perdiendo la esperanza de que la hechicera apareciese. El día ya comenzaba a pellizcar el atardecer. Sacó el móvil. A punto estuvo de mandarle el aviso a Iris para que regresara en su busca. En parte, también le preocupaba la seguridad de su compañera. No saber si Dreiss podía haberla localizado le ponía de los nervios. Aunque se dio cuenta de que había estado en línea hacía tan solo unos minutos, con lo que supuso que la chica debía encontrarse a salvo. Reconfortado por ello, decidió esperar un poco más.

No tardó en agradecerse a sí mismo por su paciencia, pues vio acercarse a Astra tan solo unos momentos después. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros y una blusa blanca, cubierta por una chaqueta de cuero marrón. Ya no quedaba ni rastro de aquel cabello lacio y apagado con que despertó, ahora lo llevaba suelto, en una melena densa y oscura que brillaba bajo la luz del atardecer. Su rostro, en otro momento grisáceo y enfermizo, irradiaba una vitalidad resplandeciente. Sus pómulos, aún marcados por la decrepitud que comenzaba a dejar atrás, lucían sonrojados a la suave brisa de la primavera. Caminaba con normalidad por la acera del otro lado, como si fuese una mujer tan mundana como cualquier otra, y su imagen distaba mucho del misticismo que rodeaba a los guardianes de La Hermandad. Estaba claro que pretendía pasar desapercibida.

El joven miró para otro lado, asegurándose de que no pudiese reconocerlo, aunque dudaba que hubiera tenido tiempo de reparar demasiado en él durante el fragor de la batalla. Y, una vez que se internó en el edificio, esperó el tiempo suficiente para que subiera hasta la habitación de su madre. Entonces, la siguió hasta allí.

Atravesó la recepción, volviendo a alterar la mente de la mujer para que no lo detuviese, y subió hasta el segundo piso. Luego, buscó la habitación doscientos catorce y la observó por un momento desde la lejanía. Igual que la manipulación de la realidad era una destreza innata de Cassius, la habilidad de detectar presencias lo era de Dreiss. Astra era una hechicera muy poderosa, y seguro que también podía hacerlo, pero Gael confió en que no lo descubriese si se esmeraba en ocultar su aura de energía. Así pues, el joven se acercó de puntillas hasta la puerta de la habitación y pegó el oído a la madera.



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En el texto hay: intriga, accion, magia

Editado: 30.12.2023

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