Iris caminó, con la espalda encorvada y arrastrando los pies. Vagaba sin rumbo bajo un sol abrasador a través del desierto. No sabía cómo había llegado hasta allí, ni tampoco por qué se dirigía hacia una luz cegadora que resplandecía tras las dunas. Sin embargo, desprendía un magnetismo irresistible que la atraía hacia ella. No sentía dolor, pero sí un cansancio tan extremo que acabó por hacerla claudicar. Cayó al suelo de bruces y rodó por el montón de arena. Yaciente bocarriba, sintió la llamada irrefrenable de la luz, como si casi la estuviese gritando al oído. Echó la cabeza a un lado y suspiró. Apenas tenía fuerzas para volver a levantarse, pero la embargaba un cosquilleo, cada vez más intenso, que la empujaba a seguir.
—Iris —reverberó una voz susurrante—. Soy yo, papá —escuchó, mientras unos dedos espectrales acariciaban su mejilla—. Despierta, dormilona.
La joven, buscando la voz, alzó la vista al cielo. El sol brilló con tanta intensidad que la cegó. Unos segundos después, la blancura se deshizo ante sus ojos, dibujando la imagen de un bebé que dormía en el interior de una cuna. Era aquel extraño recuerdo, el único que conservaba de su padre, en el que, sin embargo, siempre se veía a sí misma.
—Ya sé que no te gusta que te molesten cuando estás durmiendo —dijo a la niña con voz dulce, haciéndole cosquillas en la barriga—, pero necesitaba ver tus ojos una última vez.
Después de un rato contemplándola, extendió la mano y le colocó con suavidad los dedos en la frente. Entonces, experimentó una sensación abrasadora sobre la piel y todo se volvió oscuro.
—Te quiero, hija —oyó decir, en un murmullo lejano, antes de que todo se quedara en un silencio abrumador.
Cuando Iris volvió a abrir los ojos, se sintió extraña, como si fuese algo más alta de lo que estaba acostumbrada a ser. Ahora, estaba encerrada en sí misma, y se movía sin ser dueña de sus propias acciones. Tan solo podía limitarse a contemplar. Sin embargo, reconocía los pasillos a través de los cuales caminaba. Eran los de la orden, aunque el interior del edificio parecía tener un brillo diferente.
La figura de Astra apareció al fondo, y esbozó una sonrisa al advertir su presencia.
—Ha llegado el momento, Cassius —le dijo—. ¿Estás preparado?
—Lo estoy. —Giró la cabeza para echar un vistazo a través de la ventana. Entonces, Iris pudo reconocer el reflejo de su padre en el cristal.
—Pareces nervioso —presumió la hechicera.
—¿Cómo podría no estarlo? —reconoció él—. Llevo toda la vida anhelando este momento.
—¿Entonces? —le preguntó Astra, que quiso calmar su angustia, tomándolo de la mano.
—También es el momento que tanto ansiaba Dreiss, pero solo uno de los dos podrá ocupar el trono de Éderam. —Cassius suspiró—. Y esa decisión está ahora en vuestras manos.
Iris pestañeó y, de repente, se encontró sentada en un banco, junto a la puerta que daba acceso al Salón de los Tres Tronos. Frente a ella, Dreiss aguardaba en otro con la cabeza hundida. Bajo la luz de las antorchas, que iluminaban la antesala, su rostro estaba embebido en la oscuridad de su propia sombra.
Entonces, un mayordomo de la orden abrió las puertas y anunció con voz solemne:
—El consejo ya ha deliberado. Presentaos ante él.
Después, todo sucedió muy deprisa, y solo pudo vislumbrar algunos destellos, hasta que los dos guardianes se sentaron en sus tronos. Entonces, Iris se percató de que presenciaba la misma escena que tanto se había repetido en sus sueños.
Cruzó por un momento la vista con Dreiss, que parecía confiado. Incluso, altivo. Luego, la dirigió hacia la cima del altar. Un hombre anciano, al que no reconocía, ocupaba el trono del centro, mientras que Astra descansó en el que estaba a su derecha.
—Hoy se cumplen veintiún días desde la muerte del maestro Éderam —anunció la hechicera—. Habéis sido llamados ante el consejo porque sois los dos magos más poderosos y experimentados de La Hermandad. —Astra miró a su compañero y le cedió la palabra—: Silas.
El maestro extendió entonces los brazos y proclamó:
—Dreiss y Cassius, habéis sido llamados hoy a nuestra presencia porque uno de vosotros heredará el trono de Éderam. —Silas elevó la barbilla y añadió—: Regocijaos en el honor que os ha sido concedido.
—No ha sido una deliberación sencilla —retomó la palabra Astra—. Pero os puedo asegurar que hemos meditado nuestro dictamen con esmerada consideración.
Silas se puso en pie y adoptó una postura firme y erguida.
—Dreiss —proclamó, y este miró de soslayo a Iris, dibujando una sombra de sonrisa en su rostro—. Tú, de entre todos los magos de la orden, eres el miembro más antiguo. Y todos ellos, ya sean mentores o aprendices, te admiran. Del mismo modo que también lo hace este consejo, pues tu poder y tu sabiduría han sobrepasado unos límites que jamás sospeché. —El maestro pareció hacer una leve inclinación en señal de respeto—. Este consejo reconoce y ensalza tu inquebrantable lealtad.
Dreiss hizo una reverencia para agradecer las palabras de Silas.
—Es un honor para La Hermanad que compartas nuestra misión —añadió Astra.
—Siempre serviré a la orden —declaró Dreiss, con voz solemne, llevándose la mano al corazón—. Es mío el honor de pertenecer a ella.
—Me complacen tus palabras —respondió Silas—. No en vano el maestro Éderam sentía tanta admiración y respeto hacia ti. Sin duda, él hubiera querido que te convirtieras en su sucesor.
Al escuchar la última frase, el rostro de Dreiss se ensombreció de repente.
—Sin embargo —prosiguió Silas—, este consejo ha resuelto que no estás preparado para asumir la dignidad de guardián. —El maestro deslizó la mirada al encuentro de la de Iris, y su cuerpo se estremeció, al anticipar lo que estaba a punto de suceder—. Cassius, ha llegado la hora de que ocupes el lugar que te corresponde en La Hermandad.
Editado: 30.12.2023